sábado, 18 de mayo de 2019

Vendetta




—Mi libertad había sido secuestrada, no la del cuerpo, sino la del alma. Después de aquella noche decidí dejar mi casa, a mi familia; quedarme sería el equivalente a vivir en el infierno, a la espera siempre del momento en que el maldito hijo de puta regresara para violarme de nuevo… «¡Y si dices algo ya podéis daros por muerta, perra!», palabras escuchadas que retumban en mi mente cuando el malnacido me arrojó de su automóvil en marcha. Tres intentos de suicidio llevo a cuestas… tres, y nada. Quizás la vida quiere que me cobre la factura; eso debe ser, para ganar después de haber perdido esa batalla —me dijo entre sollozos. No era fácil para mí escucharle hablar de ciertas cosas. La abracé; confesarle que le amaba en un momento tan crucial sería algo impropio.

Aún recuerdo aquella madrugada cuando la vi por vez primera; sola, golpeada, deambulando por la vieja carretera a las afueras de Madrid. De no haberme detenido… ¿Qué sería de ella? Nunca lo sabré. Ahora, lo importante para mí era la elección de ser espectador de la vendetta o, ayudarle a consumar lo que su mente fraguaba.

—Entonces, ¿le habéis visto? ¿Segura que era él? —inquirí con nerviosismo. Convertirme en asesino no era pan de cada día; quitarle la vida al tío me achicaba los cojones.
—Sí, sé bien lo que digo. Lo he visto salir del hotel que está en la esquina para meterse en el bar de la avenida. Ahora debo marcharme; no quiero involucrarte.
—¡Por los clavos de Cristo! ¿Acaso pensáis que voy a dejaros sola? Haremos juntos lo que dices, guapa.

Después de mucho discernir logré su convencimiento; Sara, había ocultado entre sus ropas el cuchillo de cocina que guardaba en el trastero de mi piso en renta. Esa noche era especial; negra como nunca, con esas nubes fantasmales que servían para ocultar la luna. Nos apostamos en la bocacalle, con la vista puesta en el portal de aquel lugar, donde el maldito criminal, tan pronto como saliera, encontraría la muerte.

Roberto Soria – Iñaki
Imagen pública

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