—Mi libertad había sido secuestrada, no la del cuerpo, sino la del alma.
Después de aquella noche decidí dejar mi casa, a mi familia; quedarme sería el
equivalente a vivir en el infierno, a la espera siempre del momento en que el
maldito hijo de puta regresara para violarme de nuevo… «¡Y si dices algo ya
podéis daros por muerta, perra!», palabras escuchadas que retumban en mi mente
cuando el malnacido me arrojó de su automóvil en marcha. Tres intentos de
suicidio llevo a cuestas… tres, y nada. Quizás la vida quiere que me cobre la
factura; eso debe ser, para ganar después de haber perdido esa batalla —me dijo
entre sollozos. No era fácil para mí escucharle hablar de ciertas cosas. La
abracé; confesarle que le amaba en un momento tan crucial sería algo impropio.
Aún recuerdo aquella madrugada cuando la vi por vez primera; sola, golpeada,
deambulando por la vieja carretera a las afueras de Madrid. De no haberme detenido…
¿Qué sería de ella? Nunca lo sabré. Ahora, lo importante para mí era la
elección de ser espectador de la vendetta o, ayudarle a consumar lo que su
mente fraguaba.
—Entonces, ¿le habéis visto? ¿Segura que era él? —inquirí con nerviosismo.
Convertirme en asesino no era pan de cada día; quitarle la vida al tío me achicaba
los cojones.
—Sí, sé bien lo que digo. Lo he visto salir del hotel que está en la
esquina para meterse en el bar de la avenida. Ahora debo marcharme; no quiero
involucrarte.
—¡Por los clavos de Cristo! ¿Acaso pensáis que voy a dejaros sola? Haremos
juntos lo que dices, guapa.
Después de mucho discernir logré su convencimiento; Sara, había ocultado
entre sus ropas el cuchillo de cocina que guardaba en el trastero de mi piso en
renta. Esa noche era especial; negra como nunca, con esas nubes fantasmales que
servían para ocultar la luna. Nos apostamos en la bocacalle, con la vista puesta
en el portal de aquel lugar, donde el maldito criminal, tan pronto como
saliera, encontraría la muerte.
Roberto Soria – Iñaki
Imagen pública
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