Era mi primer día de actividades en
ese prestigioso bufete de abogados. El asistente de Recursos Humanos, joven
largo y escurrido, me había presentado a quienes laboraban en ese piso, menos a
una, quien al parecer, por alguna razón que desconozco, había llegado tarde. No
pude dejar de verla; cómo hacerlo, si con esa silueta tan perfecta que atrapaba
la mirada de cualquiera era imposible. La voz imperativa de mi jefe me sacó del
embelesamiento.
—Necesito que pongas en orden todos
estos folios; primero, en alfabético, después, en cronológico. Al término me
dices; os indicaré la sección en el archivo donde deberéis depositarlos.
No dije nada, tan solo asentí con la
cabeza. La “montaña” de expedientes era tan alta que casi se desbordan a lo
largo y ancho del buró. Mi jefe encaminó sus presurosos pasos hacia la joven
que me había gustado.
—Julieta; necesito en mi escritorio
la denuncia de la empresa camionera. Es urgente —le dijo con voz autoritaria.
«Julieta; lindo nombre», musité
mientras miraba sus caderas; después, me puse en lo ordenado. Sin darme cuenta,
la hora del almuerzo había llegado. El comedor de empleados estaba en el octavo
piso. En el ascensor, Julieta y yo coincidimos. Nos miramos; sonreímos.
Ante mi sorpresa compartimos mesa;
tenerla frente a mí era un delirio. Cerré los ojos. Me imaginé besando sus
erguidos pechos, sus muslos…, su sexo. Su dulce voz me devolvió a la realidad
en un instante:
—Perdón, no escuché… ¿Decíais? —pronuncié
tartamudeando.
—Que cómo te llamas —me preguntó
mientras se recogía el cabello.
—Me llamo Graciela —le respondí
mirándole a los ojos.
Roberto Soria – Iñaki
Imagen pública
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