sábado, 27 de enero de 2018

Mi yo perdido


Me busco
Entre pétalos de flores ya marchitas
En el polvo
Y también entre la luz de un pensamiento agonizante

Pero no me encuentro
La negrura de la noche me secuestra
Y la luz de la mañana me hace burla
Al mirar que la sonrisa me abandona

Siento frío
Las cadenas del hastío me sujetan
Y mis ojos se resecan
Pues el líquido salino, como yo, está perdido

Los suspiros se aglomeran
Llenando el tórax de recuerdos asesinos
Cual sentencias que acompañan un presagio
Vinculado a los azares del destino

El compás de mis pisadas es cansino
Contrastante con el ritmo de mi viejo corazón adormecido
Pero sigo en la pendiente
Presentando resistencia a ser vencido. 



Roberto Soria - Iñaki
Imagen pública

miércoles, 3 de enero de 2018

Lamiendo heridas


Acaricia mis heridas
Con esas garras afiladas de mentiras
Permite que tus fauces me devoren las entrañas
Y besa con tu farsa traicionera mi desdicha

Desgarra mis latidos
Que tu experta iniquidad los asesine
Mientras bebo lentamente la ironía
Que derramaste cual veneno sin medida

Despójate del falso amor que me juraste
Que reposen en el suelo tus caretas
Y si quieres puedes desnudarte
Para mirar la falsedad que te caracteriza

Ahora, márchate
Presume con tu amante tu trofeo
Puedes decir que me has ganado la partida
Mientras que yo, intentaré vivir lamiendo mis heridas.



Roberto Soria - Iñaki
Imagen pública

Un plato por acomodar


Froto mis manos motivado por el inclemente frío. Vísperas de Navidad. Personas yendo y viniendo por las calles. Las compras de temporada no se hacen esperar. Es tiempo de conmemorar, de celebrar.
Noticias llegan a mis oídos…, el hermano de una amiga de mi hijo ha muerto. Le arrebataron la vida de una forma bestial. 17 años de edad. Vaya dolor tan inmenso para su familia, un regalo de la sociedad, una sociedad perdida, sumergida en la pobreza. No la del bolsillo, sino la del alma, la de la buena voluntad.
En los últimos 20 días, dos primos de mi esposa han fallecido por causas de enfermedad. Ya no podrán festejar. El sufrimiento en sus familias los obliga a reprogramar… En esta ocasión no habrá cena de Navidad.
Mensajes y llamadas entran en mi móvil, algunas para felicitarme, otras para escucharles llorar. Amigos que a lo largo del año que agoniza lo han pasado muy mal. Cuestiones económicas y de salud. Algunos casos son dramáticos, extremos, pues los ojos de algunos difícilmente podrán ver la luz del año nuevo.
Las palabras me faltan para poder expresar mi sentir, para mitigar la pena de quienes me comparten sus desventuras. Y me pesa, pues no puedo hacer algo que alivie tal amargura.
Enciendo el televisor. Lo que miro no es sorpresa para mí. Cortes informativos anunciando las cantidades exorbitantes de dinero que se meterán en la cuenta bancaria todos los políticos del país…, después, la otra cara de la moneda —Indigentes aparecen muertos bajo un puente peatonal. El frío les quitó la vida—. Así lo dicen los periodistas. Pero, ¿a quién le importa? Pareciera ser que a nadie. La indolencia se mantiene altiva.
—Buenos días. ¡Feliz Navidad!, —es una de mis vecinas —¡no cabe duda que la gente está perdida!, distorsionan por completo el objetivo de estas fiestas. Han comercializado todo lo que corresponde a la espiritualidad—. Le sonrío, sin decir nada. Me encojo de hombros, ella se despide. Reflexiono. No habrá regalos dispuestos bajo el pino que ubicaron mis hijos en la sala de estar, pero llegada la hora, montaré en mi mesa un plato bien servido de alimento, en honor de los que nada tienen esta vez para cenar.


©Roberto Soria – Iñaki
Imagen pública

Una cita postergada


Un año más, frase trillada —eso pienso— cual cometa que aparece iluminando el firmamento, igual llega que se va. Muchos muertos, testigos mudos de aberrantes sufrimientos, acontecimientos todos que tiñeron de púrpura la memoria de los pueblos sin necesidad alguna.
Semillas buenas, muchas —eso veo— en peligro de ser contaminadas por las malas, entre surcos de una tierra fértil que se muestra generosa. A lo lejos, una estrella Navideña se despide, no sin antes señalar un nuevo ciclo de ilusiones renovadas. Muchos Robles han segado sus raíces, invadidos por el miedo de un futuro pernicioso inexistente. Sin embargo, las murallas de lo efímero se reblandecen. Los embates de las buenas voluntades hacen mella. 
Camino entre la nada, los Abetos me señalan mi destino, y mi vista tiene claro el objetivo. Es un río, por momentos caudaloso, otras veces apacible. Divisor de dos porciones de tierra cuya dimensión es ostensible. Hay un puente. En uno de sus extremos se distingue una silueta y, aunque nunca la he visto, sé que es ella.
Sopla el viento, celebrando aquel encuentro que el ayer…, presumió de inasequible. Mis pasos apresuran, enfundados en pisadas de ilusiones, intentando dar alcance al gran regalo que dejara para mí el año viejo. Al punto de reunión me aferro, mientras ella se descubre la melena. Sus labios tiemblan. De sus ojos se desprenden mil destellos, y sus brazos extendidos hacia mí se muestran impacientes, lo confirma su sonrisa de ansiedad por mucho tiempo contenida.
Nos miramos a la cara, entretanto, nuestras manos se entrelazan en señal de bienvenida. —He pecado —le confieso. En silencio me señala con el índice una brecha. Una fila con millares de personas se distingue. Uno a uno, se deslizan por un túnel misterioso, sin salida. —Tú decides, —me conmina —la elección es toda tuya, bien te puedes despertar para enmendar tus yerros, o si quieres, puedes caminar hasta la fila para tomar tu lugar entre los muertos.


©Roberto Soria - Iñaki
Imagen pública

Año viejo


Año viejo, es mi turno de mirarte en agonía… Tú, que llegaste tan seguro, con valijas repletas de esperanzas, ¡mírate! Luces cansado. Tras de ti, una estela de desgracias, baraja de infortunios cuyos naipes jugaron con la buena voluntad en donde muchos…, perdieron la partida.
Tus promesas impolutas se extraviaron en el fango. No te aflijas, te comprendo, después de todo, la responsabilidad del cambio conductual no es cosa tuya.
Fuiste testigo mudo de desastres naturales. La única invitada salió siempre victoriosa. La muerte.
También escuchaste centenares de mensajes pretenciosos, provenientes de líderes perversos que contaminan el orbe, cuya demagogia pestífera amasó fortunas exorbitantes en favor de su linaje. Sí, de unos cuantos, quienes brindarán en copas de oro con el vino extraído de viñedos cuyo fruto, tiene sangre.
A lo largo de tus días la felicidad se hizo presente. Selectiva, lo mismo que la salud. El precio para disfrutarlas fue muy alto, tanto, que muchos terminaron aceptando enfermedades y desdicha sin tener conocimiento que la cura…, es costosa.
Conociste al gran Gigante, “la evolución”. Con esas piernas enormes que hacen pasos demasiado grandes, algunos para bien y otros… para acelerar la destrucción. Pero, cambiando de tema, dime, ¿cómo será tu sustituto? ¡No!, no digas nada, es mejor que lo reciba con laureles. Supongo que al nacer, igual que tú, me hará muchas promesas. Sólo espero que la cuna que le dé la bienvenida no se asemeje a un curul.
Descansa, querido amigo. No te preocupes por nada, después de todo el olvido será ese cruel epitafio, en tu tumba abandonada.


©Roberto Soria - Iñaki
Arte de Oswaldo Guayasamín

Alas mojadas


Estacionada, en el punto ciego de la gran montaña, lamentando que sus plumas se sintieran tan pesadas, y añorando el tiempo viejo cuando mil piruetas en el aire, celebraba…
Situación existencial, que le impide entremezclarse con el viento. Lo mundano le hace presa. A lo lejos, una voz es conducida por el eco —Las aves no requieren de gran cosa, porque vuelan libres—. Ella se asusta. La capacidad de su mirada se reduce de tal forma que no puede distinguir su entorno. Su conciencia le habla, conjugando una sentencia en pospretérito.
Ella misma picotea su pecho, a tal punto de dejarlo hecho jirones. Sus alas sangran. Ante la flagelación el firmamento clama —¡Ataduras!, ¡¿por qué se empeñan en ceñir sus sueños?!—. El reclamo se sumerge entre las nubes.
Un goteo púrpura delata su presencia, se vuelve apetecible para el bando carroñero… Un Cóndor pasajero al verla, afila con facilidad sus garras. Sabe que en cualquier momento, su presa, dejará de luchar hasta doblar sus alas. Ella, advierte del asecho. Entiende que los trozos de su piel, sanguinolentos, servirán de alimento para el buitre.
Levanta la cabeza, irguiendo el pecho. Retadora mira al victimario… le sonríe, e ipso facto se decide a defender su credo. Extender las alas le produce miedo, y el dolor de sus heridas disminuye la velocidad que alcanza en tan hermoso cielo. Pero todo es preferible, antes que perder la vida sin alzar el vuelo.