(…)
Llegar a casa, lejos de convertirse en un alivio, agudizó el desequilibrio emocional
que me aquejaba. Las medicaciones suministradas no solo me ayudaban a contrarrestar
las perturbaciones corporales, esas que me provocaban escalofríos, sudoraciones
e insomnio, sino que también, me hacían escapar de la funesta realidad que me asfixiaba.
Mi
madre dejó de cuestionar las razones de mi padecimiento, conformándose con las
explicaciones médicas que atribuían esquizofrenia.
Mis
hábitos cambiaron; deje de sonreír, de creer, de soñar. Mi mundo se contrajo, remitiéndose
a mi triste habitación, lugar con una sola compañía; el espejo, cuyo reflejo me
dejaba ver ese montón de huesos en el que yo, involuntariamente, me había
convertido.
Con
el correr de los meses poco a poco fui saliendo al patio; temerosa, angustiada,
imaginando la silueta de mi primo. Mi mente revolucionaba, mezclando etapas de
mi vida cual batido que se sirve en las mañanas; mis ganas de morir se
mantenían intactas.
Una
tarde, mi madre recibió la visita de una amiga; vecina de la comunidad, cuya
casa se encontraba a un par de millas de nuestro domicilio. Yo estaba en la
cocina, ellas, en el salón de estar. La señora lloraba, preguntándole a mi
madre sobre mi perturbación pues por desgracia, una de sus hijas presentaba
síntomas muy similares a los míos. Después de intercambiar sus comentarios
llegó la despedida, no sin antes acordar una entrevista con la trabajadora
social que le daba seguimiento a mi patología.
Semanas
después, un evento singular se presentaba:
—Iremos
a ver a mi amiga; su hija ya está en casa, por fin le han dado de alta en el psiquiátrico.
Le hará bien recibir nuestra presencia —dijo mi madre.
Así
lo hicimos. Mi participación estando allí se limitó a observar. La permanencia
fue corta, ya que un representante sanitario estaba por llegar para evaluar la
condición de nuestra amiga. La partida coincidió con el arribo del empleado;
era él, aquel hijo de puta que me sodomizaba cuando estuve ingresada en el
maldito nosocomio. No pudo verme; los arbustos de la huerta lo impidieron.
Continuará…
Roberto
Soria – Iñaki
Imagen
pública