viernes, 21 de septiembre de 2018

El Gigoló



EL GIGOLÓ

Los hilos del destino nos mueven cual marionetas en el escenario inexorable de la vida. Discernir entre la complejidad de los sentimientos que experimenta el ser humano es —al menos para muchos— equivalente a descifrar el misterio que se encierra en el Big Bang —guardadas las proporciones—. EL GIGOLÓ nos presenta esa extraña mezcla metafórica con sabor ambivalente que produce el blanco y negro, o si se prefiere, lo correcto y lo incorrecto.
¿Fantasías que rayan en la realidad? O, realidades que rayan en la fantasía. Octavia —protagonista de esta historia—, nos induce en una reflexión donde el tesoro más valioso que se puede poseer nada tiene que ver con lo banal, aunque lo mundanal termine siendo la recompensa a un comportamiento conductual no meditado; quizá anhelado, pero jamás ventajoso.
Francesco —un joven con aspiraciones claras— recibe —sin saberlo— la mejor de las lecciones. «Invariablemente se busca en el entorno lo que guardado se lleva por dentro.» Él, descubrió una faceta que le resultaba ajena en un esfuerzo por crecer como persona. Blanca Miosi —autora de esta novela corta— lo ha dicho en incontables ocasiones: «La obtención del éxito no radica propiamente en el talento, sino en las formas.» Es cierto; de manera subliminal lo ratifica en esta su obra.
La escritora —Miosi— nos presenta una forma elegante de conjugar ese misterio que supone la ficción, con ese toque… “Delicatessen Literario” al que nos tiene acostumbrados; aunque debo confesar que me quedé con “hambre”, quizá, para zanjar de manera diferente lo concerniente a “la otra Octavia”.
Querida Blanca Miosi, muchas gracias por las letras que fluyen de tu pluma; novela recomendada.

Mi corazón está contigo,

9 días con el abuelo



Un fragmento de mi novela: 9 días con el abuelo.


Barcelona, España.


Dames i cavallers; bona tarda. Siguin tots benvinguts: Damas y caballeros; buenas tardes. Seáis todos bienvenidos... Rodrigo, os pregunto: ¿Tenéis alguna duda sobre el protocolo que deberéis seguir ante los sinodales?
—No, señor decano; entiendo a la perfección el procedimiento.
—Bien. Antes de dar inicio al acto que nos ocupa, hago de vuestro conocimiento que los miembros del jurado hemos deliberado sobre la sustentabilidad de su tesis. Debo deciros que el nombre que decidió asignarle nos sorprendió en un principio, lo mismo que el contenido; no obstante, conforme fuimos leyendo comprendimos muchas cosas: Un evento sui géneris, señor Rodrigo, lo reconocemos; muy original.
El tema central es —sin duda— un mensaje extraordinario si tenemos en cuenta lo complicado que resulta hoy en día el preservar los lazos familiares. Es un legado digno —según nuestro juicio— para las generaciones actuales y futuras.
 Quiero pediros por favor a todos los presentes que pongáis en silencio vuestros teléfonos móviles… Ahora, señor Rodrigo, sin más preámbulo, escuchemos con atención y en absoluto silencio su participación, así que, adelante.
—Muchas gracias:
Señor rector; señores sinodales miembros del jurado; a todos los asistentes. Antes que nada deseo agradecer por estar aquí. En un acto de total honestidad debo decir que lo que escucharán nació hace apenas unas cuantas semanas atrás; es decir, mi tesis no fue planeada. Germinó de mis entrañas en un momento singular que jamás olvidaré; sin párrafos prefabricados o extraídos del internet. Detrás de cada minuto que dediqué en esta labor se encuentran desvelos, ayunos, y por supuesto, sorpresas, muchas sorpresas que modificaron el derrotero que yo mismo había vislumbrado para llegar hasta este pódium. Para todos ustedes y, a mucha honra, me permito exponer algunos fragmentos de una labor realizada en campo: “Nueve días con el abuelo”.

Todos los presentes aplaudieron. Yo, me encontraba parado frente a ellos, ataviado con esa indumentaria atípica, antigua —para muchos extravagante— que yo mismo había decidido lucir en ese día tan especial para mí; con mi cabello engominado. Una cadena —oscilando sutilmente— brillaba por encima de mi muslo izquierdo. El broche se sujetaba a la presilla de mi holgado pantalón de pliegues, mientras que, el otro extremo, descansaba en el interior del bolsillo de mi chaleco semi cubierto por la chaqueta que me abrigaba esa tarde.
Después de introducir mi dedo índice entre el corbatín y mi cuello para aflojar un poco la atadura, tragué agua de la botella que se hallaba en la mesilla junto al mueble que sostendría mi epítome. Necesitaba humectar mi garganta porque deseaba que mi voz fuera clara, transparente, y con ello, lograr transmitir el fiel reflejo de lo que mis ojos mirarían en ese “tesoro” que yo traía entre las manos.
Deposité mi libro sobre el atril de lecturas y eché un vistazo hacia las butacas; la sala estaba llena. En primera fila se encontraba mi familia. Mi madre —asida a la mano de mi padre— secaba sus ojos con un pañuelo desechable. Él, me miraba con orgullo, lleno de satisfacción mientras llevaba su diestra a la altura de su corazón en señal de afecto; le sonreí. Su felicidad estaba más que justificada; yo —su hijo primogénito—, había logrado concluir mi carrera profesional con éxito.
Mis hermanos estaban atentos; sin parpadear, intrigados y sin sospechar que lo que escucharían ese día cambiaría para siempre su forma de mirar la vida.
Mis compañeros de clase comenzaron a aplaudir. Me ruboricé; no me consideraba un orador experto, pero mi entusiasmo —sin opción— debía superar de inmediato mi pánico escénico. No faltó quién arengara estimulando mi comienzo:
—¡Som-hi, Rodrigo, que tu pots!— Exclamó Josep, mi maestro de filosofía, el primero en conocer el contenido de mi tesis, quien gracias a su asesoramiento pude darle forma al manuscrito que sirvió para plasmar los pasajes de la vida de mi abuelo y al mismo tiempo, sazonar mis emociones.
Madurar como persona no es una labor sencilla, y aunque parezca mentira —no obstante nuestros genes— todos necesitamos un modelo a seguir para definir nuestro camino, esa ruta que nos pone a prueba cada día para medir la resiliencia, para saber de qué somos merecedores, incluso, para estimular la inteligencia y con ello, generar iniciativas para abrirnos paso entre la multitud que representa a una sociedad en decadencia.
«Con pasos firmes y con buena voluntad se llega a la meta codiciada», palabras de mi abuelo, quien sin pensarlo —en un lapso de tiempo muy corto— me había otorgado las mejores lecciones que se pueden recibir. Miré hacia el techo; mis ojos buscaban ese rostro marchito, con esa sonrisa peculiar que lo caracterizaba.
Los aplausos cesaron; el momento del “honor a su memoria” había llegado. Aspiré hondo para después exhalar, y con ello, dar inicio a la lectura:
«¿Y tu historia, abuelo?; ¿quién la contará cuando te vayas? Déjame abrazarte una vez más que tengo miedo de tu ausencia.» Pronuncié con gallardía.



Roberto Soria - Iñaki
©Todos los derechos reservados

Tus huellas en las rocas




Vienes hacia mí, con tus manos cubiertas de lodo. Tus prendas desgarradas hacen juego con el alma hecha jirones. Me pides que te bese como antaño, en esos labios que han perdido su color y su frescura. Retrocedo un paso, para mirar de punta a punta tu silueta; me pregunto en qué taberna se ha extraviado tu cordura.
El norte ya no existe en nuestra brújula; testigos mudos son las manecillas del reloj, las cuales detuvieron ese andar con tu partida. Los años han dejado nieve en mi cabello, haciendo alarde del congelamiento prematuro de ese mísero dolor que se quedó en mi pecho.
Las golondrinas se mudaron en otoño. Las hojas secas han cubierto nuestro nido. ¡No existen versos que revivan el olvido! Las cicatrices sienten pena en cada borde.
Ahora, el cigarrillo que me fumo es más ardiente que el infierno; ya no me queman esas flamas traicioneras. Entre cenizas se ha perdido nuestro ego.
¡Anda! Bebamos una copa; el destino nos invita. Te contaré de mis desvelos, de todo lo que hice para deshacerme de un letal amanecer de desconsuelo. Evocaré nuestros recuerdos, y te regalaré una rosa; mas cuando el vino se consuma en nuestras bocas, no mires hacia el suelo, porque tus huellas siguen viéndose en las rocas.

Roberto Soria – Iñaki
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viernes, 14 de septiembre de 2018

Los pasos se detienen; el alma muere


Las huellas que han quedado guardan polvo. Las obras sin color se desvanecen. La vista se nubla, el humo de las bombas se ha adherido a las pestañas. Un niño llora al ver que de su madre sólo quedan restos esparcidos por el suelo.
Las abejas vuelan sin consuelo; las flores han guardado sus pistilos. El cielo es negro, una plaga de langostas lo ha cubierto. Son hordas asesinas de ilusiones, y de mujeres que al nacer fueron cubiertas con el velo deshilado del flagrante miedo…
Las nuevas generaciones —indelebles— visten piel de lobo; al unísono se escuchan sus aullidos: —¡LIBERTAD!—, pero el viento de la esclavitud se lleva sus palabras.
El poderoso se crece; lo mediático le arranca una sonrisa mientras el modisto le diseña el traje oscuro que servirá para simular fingidas penas. Muchos niños le harán la pasarela; enjaulados, lejos de sus padres, quienes serán utilizados para construir un muro kilométrico.
La ironía se respira en el ambiente; se escucha fuerte el anunciante eco:
—Muerte, muerte…, muerte. Las montañas son testigos de los hechos; la ignominia vence, la insensibilidad se esparce, el agua cristalina de los mares enmohece.
Me despierto horrorizado ¡Un clérigo se sirve de un infante…! Lo ha sodomizado.
—¡Maldito perro!—, le grito en un intento por frenarlo; pero mi voz se pierde, ha sido secuestrada por el viejo vendedor de lo inhumano. Quiero escapar, pero las cadenas se ciñen a mis pies y manos.


Roberto Soria – Iñaki.

miércoles, 12 de septiembre de 2018

Ahora, vete



Fuimos velas de un pabilo resistente, encendidas en lo negro de una noche sin estrellas.
Recuerdo con placer tus desvaríos. ¡Mientras mis manos toqueteaban tus pezones!, hablabas de Neruda. Yo correspondí a los versos con parodias golondrinas emulando a Bécquer.
En el mejor de tus orgasmos decretaste que jamás te irías, ¡porque nuestros lazos eran un atado resistente!, muy difícil de romper; incluso por la muerte.
Creí en tu prosa, y me bebí tus utopías del etéreo manantial estacionado en el desierto perenne que se mantiene ardiente.
En ese clímax otoñal nuestras almas se juntaron; «Esto no es sexo», manifestaste convencida, ¡y yo te di lo mejor que había guardado en la valija de mi vida! Te veías enamorada, acariciando los peldaños que conducen a la gloria…, almacenando tu silueta en mi memoria.
Tu desnudez era perfecta, anquilosando mis deseos por mantenerte presa; pero mi jaula estaba abierta, y un viejo desamor se te acercó para guiñar un ojo.
¡Te fuiste!, como se marcha la penumbra al comenzar un nuevo día, dejando mi querer en bancarrota… Ahora que volviste me suplicas que te bese, y que remiende con caricias los jirones de tus alas rotas.
¡Vete! Por favor, ya no me sigas, porque de hacerlo morderé del fruto que me ofrece sin querer, el dulce amargo de tu pretendida boca.

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martes, 11 de septiembre de 2018

AMOR CON H



Alguna vez, la autora de AMOR CON H: Aída Del Pozo Aceves, lanzaba una pregunta directa en las redes sociales: «¿Los escritores “somos” lo que escribimos?» Mi respuesta —sin dudar— fue inmediata… SÍ; pero no de la forma errónea que se puede “suponer”. Cada estilo, cada género literario; en novelas cortas o largas, incluso en best sellers, el autor deja parte de su vida, de sus sueños, de sus expectativas.
Después de terminar de leer esta “magnifica historia” me tumbé sobre la butaca del salón para tragarme el último punto final; dicho sea con placer.
Debo refrendar que disfruté de principio a fin, que cada capítulo me llevó de la mano hasta las “narices” mismas de los personajes. Amé a quienes debí amar; incluidos aquellos que ganaron mi aversión.
Presentar la vulnerabilidad del ser humano pareciera tan sencillo, mas no lo es, mucho menos plasmarlo en una narrativa tan light, utilizando un lenguaje coloquial, sin locuciones rimbombantes que suelen generar un divorcio entre lector y escritor.
A lo largo de mi camino en esta vida he discernido sobre la complejidad que representa el “manejo y control de las emociones”. AMOR CON H ratifica mi teoría: «No somos lo que decimos ser, son nuestros actos los que determinan en realidad quienes somos.»
Las cuestiones conductuales son la base para definir el curso de una sociedad tan frágil, tan estresada, tan necesitada de retomar los preceptos que conducen a la felicidad que cada quien pretende. Bueno-malo; blanco-negro. Libre albedrío; cada quien estructura su propio destino.
No me resta más que agradecer y felicitar profunda y sinceramente a la autora, y recomendar sin dobleces “esta” su obra.
—Querida Aída: Nunca dejes de escribir; que no se muera la pluma.

Con cariño
Roberto Soria - Iñaki

lunes, 10 de septiembre de 2018

Barcos de papel



Decidimos —sin presión alguna— navegar en ese “barco de papel” sin importar que nuestro mar fuese agitado. En el timón, tus prendas descansaron, y en el encaje de tu sostén mis ilusiones se enredaron; quedándose mis huellas dactilares atrapadas en el broche que no opuso resistencia alguna.
Hicimos el amor en plena proa ¡Hundiste tus uñas en mi espalda!, ¡y tus dientes se clavaron en mi cuello como queriendo arrancar los viejos besos ajenos a tu boca!
Recuerdo que me desnudaste el torso, profiriendo un lenguaje tan soez que enardeció cada poro de mi piel hasta explotar como volcanes vomitando lava.
Ataste mis manos con el cordel de las anclas y sin más, me hiciste tuyo, hasta romper el hilo del orgullo cual si fuese telaraña. De tus pechos me bebí el pudor, y de tus muslos, ese néctar singular que se desprende del panal para endulzar la hiel que nos amarga el alma.
Los fuertes vientos derribaron nuestros miedos. Lo hicimos tantas veces que la luna terminó en caricias con el alba… Pero el papel de nuestra barca era delgado; tan era así que al deshacerse, nuestros cuerpos se perdieron en la mar por separado... Se nos ahogaron las palabras.


Roberto Soria – Iñaki
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domingo, 9 de septiembre de 2018

Tacones negros



Hoy la miré de nuevo… Esta vez con sus tacones negros. Sus 50 le hacen ver esplendorosa. Su falda ya no es corta como antaño, y su escote —esta vez— me permite ver sólo recuerdos. Su melena alborotada luce canas; el maquillaje de la cara se ha ausentado. Su sonrisa es franca, dibujada por la exquisitez de sus delgados labios.
Sonrío en la distancia, pues el grácil contoneo de sus caderas me transporta hacia el pasado: «¿Recuerdas mis caricias afelpadas?», pregunta sin sonido que se abraza al viento en un intento por llegar a sus oídos. Ella gira la cabeza rumbo al norte; mis manos tiemblan, acariciando el cofre que aún conserva aquel adiós sin despedida.
La quise tanto, que no dudé cuando dispuse de mi vida:
—Lo lamento mucho; su afección cardiaca la tiene sentenciada. Es cuestión de días, cuando mucho unas semanas —me había dicho el especialista.
Recuerdo el día: La llamada de “advertencia” fue perfectamente calculada. El galeno refutaba la noticia: «No discuta conmigo, doctor; mi decisión está tomada.» Sin más preámbulo colgué el auricular.
Sobre mi almohada, una nota decretaba: «Vive feliz; mi corazón te pertenece.» Después de ingerir el contenido de aquel frasco los paramédicos llegaron ipso facto. El procedimiento de resucitación se confirmó no necesario.
Desde entonces, ella viene al malecón, lugar donde los besos se bebieron nuestras ansias. Sus ojos brillan; ella sabe que mi amor se mece en el vaivén de aquellas olas, y el eco del acantilado reproduce sin cesar: «Aquí te espero.»



Roberto Soria – Iñaki
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sábado, 8 de septiembre de 2018

Sin antídoto




Una serpiente muerde mis anhelos; se trata de tu ausencia. Su veneno es la sustancia que asesina las fascinaciones que cobraron vida en nuestro lecho. El antídoto no llega; la fiebre se incrementa, y la punzada de dolor me tiene al borde la prematura muerte.
El esparadrapo —que disimula las perforaciones de la herida— de rojo se ha teñido. La hinchazón en el músculo que regula mi flujo sanguíneo se incrementa: «¡Deberías detenerte de una buena vez por todas!», le increpa la mitad de mi memoria; la que no está enferma.
Me pregunto torpemente si “morir de amor” es un acto de locura, y la razón —categórica— responde: —Lo es, porque “los males de amor”, en el olvido encontrarán la cura.

Roberto Soria – Iñaki
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