Amores invencibles, enraizados no en el
cuerpo, sino en el alma. Seres que deambulan en ese espacio donde pocos se
atreven a llegar, desafiando distancias y rompiendo paradigmas, capaces de
viajar en la imaginación y de retar al tiempo; lapso que se encarga de nutrir a
la consciencia, de ordenar los sentimientos y, de liberar la esencia anquilosada
en el letargo de la duda que apuñala, provocando temor y resistencia al perdón que
acerca a quienes por error, fueron marionetas de las circunstancias.
Y heme aquí, sentado en la butaca principal
del foro que presenta la opereta de una historia llamada “La luciérnaga”,
escrita sin el guión que obliga a pronunciar ese panfleto lleno de reclamos;
reproches vanos cuando el corazón no entiende de razones…
—Con todo y miedo me atrevo a escribir, y
aunque no me contestes, quiero que sepas que te extraño… Cuídate—; esas fueron
sus palabras al salir a escena, y sin pensármelo dos veces le brindé un aplauso.
El monólogo descrito obtuvo recompensa; el
eco del histrión produjo un diálogo. No hubo caretas, ni maquillajes que
cubrieran la incipiente realidad que se mostraba sin dobleces.
Disfruté la obra. Al final, los actores se
tomaron de la mano; sobraban las palabras, así como los juramentos que se
fincan en lo absurdo perdiéndose en la nada. Esta vez, ambos dieron un ejemplo
claro; «se puede caminar conjuntamente sin pensar en el destino». Hermanados, entendiendo
que el principio y el final, son uno mismo.
Roberto Soria – Iñaki