viernes, 25 de enero de 2019

Consciencia precautoria



«Decidme el precio que tengo que pagar para obtener vuestro cariño»; le dijo un cuervo a la gaviota de la cual estaba enamorado.
—Es muy alto, mi querido amigo; mas no es inalcanzable. Se traduce en ocho letras, ocho, como el símbolo del infinito. ¿Podéis imaginar al aire prisionero?, o a los manantiales vomitando magma… La Tierra y la Mar son complemento, así como la Luna con el Sol al despuntar el alba.
—¿A dónde pretendéis llegar con todo eso?¿Por qué me discriminas?; yo tan solo quiero que me ames, y que te quedes conmigo para siempre —suplicaba el Corvus corax.
—Escucha bien, intrépido plumífero: La naturaleza es sabia; aunque los dos somos aves hemos sido creados de forma diferente. No en valor, tampoco en importancia. Cada uno de los seres vivos tiene una encomienda para preservar el equilibrio. Equivocado estáis al decir que te desprecio. Te quiero, viejo amigo; pero no como lo piensas. Tus virtudes naturales no se adaptan a las mías, y nuestros defectos chocan como lo hacen las estrellas al perder su norte; razones más que suficientes para no juntar nuestro deseado vuelo.
—¡Sin preámbulos estériles! ¡Anda, decidme ya cuál es tu precio! —Increpaba el ofendido cuervo.
—LIBERTAD; ese es el precio… Libertad para poder volar cuando me venga en gana, sin tener que preocuparme de cadenas que se ajusten a mis blancas alas. Para poder elegir la compañía que se mimetizará con mis ensueños sin reparar en que la vida es corta, o larga. Libertad para pensar, para sentir, para descubrir que puedo dar lo que la buena voluntad me llena el alma. Para recibir lo que mis actos se merecen…, para equivocarme, para caerme de lo azul del cielo si fuese necesario, y con ello, aprender a remendar mis yerros. Sí, ese es el precio, porque quiero habitar donde mis plumas no se sientan mancilladas; en cualquier lugar, en cualesquiera, pero nunca al interior de una funesta jaula.


Roberto Soria – Iñaki
Imagen pública

jueves, 24 de enero de 2019

Hablando de magia.



En amena charla con uno de mis lectores surgió un cuestionamiento ineludible… «¿Cómo es que tienes esa magia para escribir tus relatos?», me preguntó sin darle largas. Mi respuesta fue inmediata —no sin antes ruborizarme por lo que consideré un elogio— argumentando que mis textos estaban sustentados en historias reales.
—Lo único que hago para lograr el efecto es diseñar la indumentaria y montar los escenarios; todo a través de mis análogas palabras —le dije sin misterio.
Mi mente atesora tantas vivencias, propias y ajenas, desmenuzadas cada una de ellas porque para mí, sin excepción alguna, son aleccionadoras. Todo en esta vida tiene color y forma, incluso lo intangible; el secreto está en la imaginación.
Como escritor busco transmitir lo que mi ojos —cual cámara fotográfica— captan en esa dimensión que me conduce inconscientemente hacia el detalle. Eso sí; siempre con respeto y honestidad porque los lectores lo merecen.
Hablar de vida y muerte es un proceso natural, así que: ¿Por qué no conjugarlo tal cual? Crudo, protagónico, estremecedor; porque así se manifiesta…, por absurdo que parezca.


Reciban mi cariño.
Roberto Soria – Iñaki


Halcón herido



Surca el cielo, con las alas extendidas cual cuchillas, desgarrando la pureza que produce el viento. Su agudeza visual es contrastante con la poca razón almacenada en su memoria, de apenas unos cuantos megabytes descontinuados.
Hambriento busca mitigar el apetito con las presas a su alcance; indefensas, otras, distraídas, incluso algunas malheridas. El halcón no entiende sobre compasión, y no porque sea malo, sino porque fue creado para subsistir a costa de lo que sea.
Pareciera ser contradictorio pero tiene sentimientos, tan es así, que sus avivados y pequeños ojos buscan sin cesar a quien será su futura compañera; él no sabe distinguir: Blanca, negra; águila o paloma mensajera. Qué más da, a todas las mira por igual, lo dice su aleteo sustentado por el filo de sus garras.
Por fin la encuentra; hembra de plumaje blanco y fino. La observa, descubre su fragilidad; un hilo muy delgado le sostiene la cordura. El desorientado halcón sacude la cabeza; se acerca a ella, le hace mimos, y la besa. Ella cede; cómo no hacerlo si el equivalente a un oasis en medio del desierto está frente a sus negros ojos. El halcón se muestra satisfecho; decretan un amor perpetuo, sustentado en la locura de una amarga soledad que les jugó una broma.
Él se enfoca en construir un nido para ella; no sabe cómo hacerlo. Sin razonamiento alguno da comienzo a los cimientos; al final, espinos y hojarasca servirán como aposento.
Ella llega hasta su nueva casa; ilusionada, no obstante las heridas que le impiden extender sus blancas alas. El halcón la mira complacido: «¡Serás por siempre quien caliente para mí este nido!», le dice entusiasmado. Ella esboza una sonrisa, aceptando que la cruda realidad no tiene prisa.
El tiempo pasa; los espinos que han servido como lecho ya no cumplen el propósito con el que fueron creados… Ella sabe que el amor que había jurado se ha extinguido; sus alas han sanado, es momento de volar hacia otros lares. ¡Pero el halcón no lo comprende! ¡Le reprocha! ¡Y entre picotazos con olor a muerte pide resarcir el daño…! Pero ninguno de los dos está dispuesto a conceder un palmo en el terreno con hedor a hiel, aquel que en el ayer les ofreció la miel sin garantía, sin reparar en las piruetas que acostumbra dar el calendario de la vida. Al final de la batalla nadie gana; ambos pierden.


Imagen pública