Surca el
cielo, con las alas extendidas cual cuchillas, desgarrando la pureza que
produce el viento. Su agudeza visual es contrastante con la poca razón almacenada
en su memoria, de apenas unos cuantos megabytes descontinuados.
Hambriento
busca mitigar el apetito con las presas a su alcance; indefensas, otras,
distraídas, incluso algunas malheridas. El halcón no entiende sobre compasión,
y no porque sea malo, sino porque fue creado para subsistir a costa de lo que sea.
Pareciera
ser contradictorio pero tiene sentimientos, tan es así, que sus avivados y
pequeños ojos buscan sin cesar a quien será su futura compañera; él no sabe distinguir:
Blanca, negra; águila o paloma mensajera. Qué más da, a todas las mira por
igual, lo dice su aleteo sustentado por el filo de sus garras.
Por
fin la encuentra; hembra de plumaje blanco y fino. La observa, descubre su
fragilidad; un hilo muy delgado le sostiene la cordura. El desorientado halcón
sacude la cabeza; se acerca a ella, le hace mimos, y la besa. Ella cede; cómo
no hacerlo si el equivalente a un oasis en medio del desierto está frente a sus
negros ojos. El halcón se muestra satisfecho; decretan un amor perpetuo,
sustentado en la locura de una amarga soledad que les jugó una broma.
Él
se enfoca en construir un nido para ella; no sabe cómo hacerlo. Sin razonamiento
alguno da comienzo a los cimientos; al final, espinos y hojarasca servirán como
aposento.
Ella
llega hasta su nueva casa; ilusionada, no obstante las heridas que le impiden
extender sus blancas alas. El halcón la mira complacido: «¡Serás por siempre
quien caliente para mí este nido!», le dice entusiasmado. Ella esboza una
sonrisa, aceptando que la cruda realidad no tiene prisa.
El
tiempo pasa; los espinos que han servido como lecho ya no cumplen el propósito
con el que fueron creados… Ella sabe que el amor que había jurado se ha extinguido;
sus alas han sanado, es momento de volar hacia otros lares. ¡Pero el halcón no
lo comprende! ¡Le reprocha! ¡Y entre picotazos con olor a muerte pide resarcir
el daño…! Pero ninguno de los dos está dispuesto a conceder un palmo en el
terreno con hedor a hiel, aquel que en el ayer les ofreció la miel sin
garantía, sin reparar en las piruetas que acostumbra dar el calendario de la
vida. Al final de la batalla nadie gana; ambos pierden.
Imagen pública
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