martes, 27 de febrero de 2018

Amor de una horas




Sábanas de hotel, cual tempano de hielo, sin la tersura necesaria para conformar un nido. Envoltorio de cuerpos volcánicos ardiendo por el magma. Testigo mudo de amores confundidos por el fuego, en pos de compañía.
Sábanas de hotel, escuchando los quejidos del placer que se desborda. Celestinas de los idilios fingidos; prisioneros todos, mitigando su sed con esas lágrimas que brotan ante las promesas rotas de un cariño aventurero.
Citas clandestinas, concertadas por las cuatro paredes blanquecinas, acompañadas por el respiradero que con gran dificultad absorbe los olores a tabaco, sexo y vino. —¡Hazme tuya!— Locución con oquedad tan infinita.
Palabras fabricadas, caricias palpitantes, sudores elocuentes ¡Fusión ardiente! Y después de contemplar el clímax…, el silencio que sin previa invitación, se hace presente.
Hogueras tantas como las estrellas tu regazo ha sosegado… Hirientes frases cual cuchillas que se clavan en el pundonor has escuchado. Pero nada que no se pueda lavar con el agua y el jabón aquél, que se dice perfumado.
Amor de unas horas, donde el segundero del reloj hace mil pausas, imitando el movimiento de los cuerpos. Túnel del tiempo, observador de las prendas que reposan en el suelo, las que al regresar a su lugar de origen, intercambian un “te quiero” peculiar, por una frase obligada ante un favor…, —cuánto te debo—.



Roberto Soria – Iñaki
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viernes, 23 de febrero de 2018

Sin condena



Observo, desde aquel resquicio bien estructurado sobre la base del tiempo. Mis manos hurgan entre el viento, segregando las partículas de polvo. Cientos de mensajes se reflectan. Algunos, milenarios, escritos en pergaminos que destilan el aroma peculiar de la oquedad que lleva consigo aquella vieja conocida…, la razón.
Mi presencia pasa desapercibida. Escucho con atención. Los sonidos entremezclados desmenuzan las historias cotidianas de los vivos y los muertos. Todos coinciden. La reunión es en la sala del recuerdo. El quórum guarda silencio, pues el juez que presidirá el debate se ha sentado frente a ellos.
—Bienvenidos todos—.  Saludo que se engrosa con el eco. Algunos de los asistentes esbozan una sonrisa cordial, otros, fruncen el ceño.
La vibración emitida por el mallete impone orden. —Señor fiscal, adelante con su testimonial—. Ordena el juez. Al tiempo que fija su mirada en la presunta culpable.
—¡La intolerancia!, su Señoría —alude el fiscal—. Acúsale la mayoría de transgredir el libre albedrío —continúa diciendo— En muchas ocasiones ha sido sorprendida violentando los derechos de terceros. En flagrancia la han pillado censurando, haciendo señalamientos peyorativos que atentan en contra de la honra. ¡Daño moral! ¡Eso es lo que ha causado!
Confronta, evade, difama, ofende y exhibe… Con su venia, señoría ¡Pido para ella la pena máxima! Toda vez que se cuenta con la evidencia suficiente que incrimina a la inculpada.
Ante tal acusación, las voces en el pleno presentaron decibeles de consideración. Unas a favor, otras en contra. El juez tuvo la necesidad de recurrir de nueva cuenta a su mallete —¡Orden! ¡Orden en la sala!—. Sentenció imponiendo calma. Y cuando el silencio retomó su lugar en la butaca del estrado…
—¡¿Qué dice la defensa?! —Conminó el juez.
El abogado defensor, un nombre pequeño de nombre Complicidad, se puso de pie frente al juez.  Y cuando todos esperaban escuchar el argumento sólido que desvirtuara de manera categórica el testimonio del fiscal… una voz débil solicitó mostrando inseguridad.
—Mi cliente, su Señoría…, es decir, nosotros, solicitamos una prórroga para poder apelar.



Roberto Soria – Iñaki
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jueves, 15 de febrero de 2018

Sin gloria


Cabizbajo y meditabundo, deambulando por las conocidas calles empedradas que lo vieron crecer y hacerse hombre. En ese vecindario que había cambiado mucho… El olor a destrucción se había quedado impregnado en cada una de las casas de la zona. Algunas edificaciones se habían venido abajo, resultado de las bombas implacables que buscaron obtener en su momento, una Pírrica victoria.
Los trinos de las aves apostadas en el viejo sauce, —ubicado en el traspatio de aquél que fuera su hogar—, parecía que susurraban.
—¿Qué causará más pesar del inventario quedado? ¿Los muertos, o los vivos?—. Se preguntó reflexivo. Pero el soliloquio no le trajo una respuesta.
—¿Cómo es que pueden permanecer indolentes?—. Espetó, al tiempo que miraba en todas direcciones.
Sobrevivientes migrando, otros, permaneciendo ocultos. Algunos, entre las ruinas, pero la mayoría, escondidos en sí mismos, llenos de pánico, temerosos de escuchar de nueva cuenta la sirena que anunciaba el bombardeo.
—¡Bienvenido a casa! Josep, hijo mío—. Le pareció escuchar la voz materna, esa voz de la mujer hacendosa y excelente cocinera, quien muriera víctima de una bomba que estallara en el mercado aquél en donde hacía las compras. Deceso que Josep, no supo a tiempo… —Aquí me tienes de regreso, madre—. Musitó.
A su mente llegaron decenas de recuerdos. Esas fiestas de cumpleaños cuando niño. Las butacas del colegio y… sus amigos. ¡Isabel, por supuesto! Cómo olvidar a quien por casi un año Josep, le escribiera mil poemas. Su primer amor, con apenas 15 primaveras cuando él, ya había cumplido los 18.

Veinte años atrás…


Finales de 1936. Ese día, Josep merendaba con su madre. En la radio, la voz de un locutor daba un anuncio… —¡La guerra Civil sigue cobrando muchas vidas!—. Se escuchó decir al hombre.
La lucha de clases, la guerra de religión y el enfrentamiento de nacionalismos opuestos, resultaban demasiado caros. La crisis económica, sin piedad alguna, los estaba asfixiando.
Esa noche, Josep no pudo dormir. El anuncio lo había perturbado en demasía. El recuerdo de su padre se hizo presente. Cómo olvidar que por culpa de la dictadura su progenitor lo había perdido todo. Negocio, casa y… la vida. Un disparo en plena base del mentón había cortado de tajo su existencia, suicidio que Josep, jamás olvidaría.
Lo había decidido ya, se enrolaría con alguno de los bandos. Dispuesto estaba a luchar por la libertad. —¡Pero si nunca he disparado un arma! —se recriminó, sintiéndose culpable—. Mas no me importa, ¡aprenderé!, sin duda alguna.
Duro golpe moral para su madre, quien con lágrimas de desconsuelo le dijo antes de marcharse.
—Morirás, querido hijo.
—Muertos ya estamos, mamá, por permitir que un hijo de puta nos tenga el pie sobre el cuello.
—¿Estáis seguro del bando que habéis elegido? —preguntó con voz quebrada.
—Eso sólo el tiempo lo dirá, querida madre.


Roberto Soria – Iñaki
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«Nadie puede ni debe cortar las alas de la libertad…, soberana autonomía.»

miércoles, 7 de febrero de 2018

Oscuridad celestina



Deambular, y después de tantos pasos concedidos, una pausa. Estacionado, en un punto reflexivo, sitio donde el polvo habita, y la luz con gran dificultad hace su nido. La noche es muy espesa, pero la luna corta de tajo el negro manto, al tiempo que mis dedos bailan encendiendo un cigarrillo.
Miro la jungla de asfalto. Conglomerado de sombras asesinas, testigo mudo de los seres que agonizan por el filo criminal de la ignominia. Mis ojos hurgan entre la basura. Allí lo encuentro, es un viejo conocido… El menoscabo, amordazando los sonidos de la honra, en un acto de gula que devora los sentidos. Mientras arriba, las aves carroñeras vuelan sobre quien de muerte yace herido.
Media noche, continúo mi camino. Se avecina un torrencial de miradas clandestinas, después…, llega la nieve. Polvo blanco, penetrando por las fosas nasales de aquel joven que ha perdido sensatez al violentar lo que la mente tiene almacenado en lo prohibido. Me recrimino —¡No es posible que de a poco esté perdiendo la sorpresa!—. Reclamo que se lleva el viento, mientras el llanto de un infante hambriento llega sin piedad a mis oídos.
Lo siniestro va en aumento. Un par de zapatos deportivos corre presuroso, evidentemente…, huyendo. Asesinos de ilusiones, susurrando soliloquios por demás perturbadores, pues detrás de sí han dejado por dinero, el cuerpo sin vida de un humilde obrero. Uniformes con insignias van en pos del criminal, mi visión se ajusta a la oscuridad que me rodea. Finalmente, metros más adelante, todos se detienen. El perseguido extrae de su bolsillo una cartera. Los de las insignias miran en todas direcciones. La repartición de lo obtenido ha concluido. Y la oscuridad, tan sólo calla, ante la mirada insidiosa de un hombre que se esconde al interior de un auto negro. Mis músculos se tensan, lo he reconocido. «El diputado local que prometió combatir la impunidad, a cambio del voto recibido.»



Roberto Soria – Iñaki
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martes, 6 de febrero de 2018

Por haberte conocido



Después de tanto esperarte para ofrecerte mi nido, llegaste y te fuiste pronto sin habernos comprendido. Sobre la mesa de centro, en la sala del olvido, descansan aquellos folios donde de tu amor escribo. Hablo de tantas cosas, incluso, de lo no vivido. ¡De cómo fueron tus besos!, y el decreto prometido.
A veces cuando te sueño, me despierto sorprendido, al recordar que juraste no jugar con mi cariño. Y me parece escucharte, al punto tal que me olvido, del estoque que dejaste, en mi corazón herido.
Por ti preguntan aquéllos, nuestros viejos conocidos. Que si ya te arrepentiste, o si acaso te casaste con quien dijo ser mi amigo. Pero mis labios cosidos, no emiten ofensa alguna, porque juraron amarte, y por testigo…, la luna.
La almohada que acariciaste cuando dormiste conmigo, me dice que me adoraste. Yo, anquilosado cavilo. Y resuelvo en mi entereza, con el pecho bien erguido, que debo darte las gracias, por haberte conocido.




Roberto Soria – Iñaki
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La pasión




Desde niño, me fue inculcado el bello hábito por la literatura, muy en especial, por la poesía. Y, aunque tengo a mis escritores y poetas favoritos, son tradicionales —consagrados— como decimos en este “mundillo” literario.
No tuve la oportunidad de conocer a alguno de ellos. Estrechar sus manos sin duda, habría sido una experiencia maravillosa, lo mismo que conocer su verdadero «YO» para descubrir si su talento era congruente con la personalidad que poseían.
Con el correr de mi tiempo, y al adoptar de lleno a mi pluma y mi tintero en un intento por plasmar mis pensamientos, la vida, gradualmente, me permite conocer a muchos escritores contemporáneos. Grandes “escribidores”… Poetas, bloggers. Escribientes que abarcan todo tipo de género literario. De los cuales, modestamente, puedo presumir que guardo una amistad con ellos. Seres sensibles, humanos, solidarios, y sobre todo…, humildes, al menos la mayoría.
Mi gusto por el arte es evidente, como lo es también mi ignorancia por el mismo. No puedo dejar de mencionar, —sin decir nombres— en esta mi reflexión, a grandes pintores y escultores, cuyas obras vivientes son canales transmisores de emociones que, al igual que el corazón, también palpitan.
Existe un —algo— en todo esto… pasión. Cada palabra que se escribe, cada trazo que se desliza sobre el lienzo, cada golpe que esculpe la materia, conllevan una parte de la vida del autor. Tiempo, dedicación, esmero, para que al final sus obras lleguen a la manos adecuadas. Por amor, no por dinero.

«Lo que hagas, hazlo con cariño sin pensar si gustará. Siempre habrá alguien que valore vuestro esfuerzo.»





viernes, 2 de febrero de 2018

Batas Blancas



            Visita inesperada, tiene nombre y apellido —Pancreatitis aguda—. Un arribo no deseado. Sin embargo, se presenta sin invitación alguna. Es hora de cambiar de residencia, al menos, temporalmente.
            Muros blancos, mudos y fríos, testigos de lamentos, de lágrimas y quejas. Cortinas pesadas, divisoras de camas de tamaño individual confeccionadas en acero. Abatibles, soportando colchonetas que a su vez, albergan cuerpos.
            Sábanas blancas, estampadas con el logotipo de la institución médica que representan. Elaboradas en tela de algodón, por cierto…, nada terso. Ásperas, con el aroma inconfundible a sufrimiento, también, a muerte.
            Lámparas que se asoman de los techos, que se encienden para iluminar la pena, incluso, los medicamentos, así como los artilugios necesarios que procuran la salud de los enfermos, quienes inmóviles esperan compasión a través de un buen diagnóstico. Pero, ¿de quienes…? De las Batas Blancas que deambulan por las salas. Supongo.
            Y digo que supongo porque pareciera ser que muchos de los médicos intentan ocultar su rostro. Se presentan indolentes, algunos, arbitrarios. El sonido emitido por sus zapatillas conlleva un ritmo que denota miedo.
La desconfianza se asoma por una de las ventanillas del Hospital, edificación custodiada por guardias cuyos rostros y actitudes son feroces, emulando a carceleros medievales, carentes de sensibilidad y poseedores de ignorancia más grande que el universo.
Una voz estridente interrumpe la concentración de mi análisis exploratorio… —¡Doctor, doctor, pronto, mi mamá se está muriendo!—. Los gritos suplicantes provienen de una mujer que ronda los 50 años. Con lágrimas en los ojos extiende su diestra en un intento por tocar la “Blanca Bata” del galeno, pero éste… se hace a un lado, al tiempo que pronuncia una advertencia altisonante sin remordimiento alguno. —¡Hey, hey, calma, señora!—. El silencio se presenta, le bastan dos segundos para ceder de nueva cuenta la palabra al doctor que con ironía cuestiona… —¿Cómo sabe usted que su mamá se está muriendo? ¿Acaso es usted médico?
La señora se encoge de hombros, afligida… después de unos instantes reacciona y balbucea —Pero, es que ya no me responde, ¡creo que está agonizando!—. El médico levanta la voz aún más, como muestra de su autoridad, asegurándose de que los allí presentes lo escuchen con toda claridad. —¡Señora!, nada de «yo creo». Aquí no se trata de creer, que no estamos en un templo. Evite especular. Ordenaré que le practiquen unas analíticas para determinar su condición. Espere a que le llamen.
Unos camilleros, acompañados por una enfermera se llevan a la paciente. Una hora más tarde, la hija de la mujer enferma por fin recibe noticias… —Señora, lo lamento, su mamá, ha muerto…

***


Día octavo… la enfermedad de mi madre sigue estacionada. —Estamos en espera de que su páncreas se desinflame y de que la infección de la vesícula ceda—. Parte médico de un hombre con cabello escaso. Regordete, de barba rala un tanto cuánto crecida. —Soy el doctor Arias—. Así se presentó conmigo.
Deposito mis cansados huesos en la incómoda silla disponible junto al camastro que ocupa mi madre. Ella, con gran dificultad me llama… —Hijo, gracias por estar aquí conmigo—. La miro mientras trago saliva para humectar mi garganta y con ello, emitir las palabras precisas que logren transmitirle mi confianza.
Su mirada está perdida, vidriosa, clavada en el punto fijo de la nada. Le ofrezco agua, llevando el pequeño vaso desechable hasta sus marchitos labios. Sólo unas gotas, eso es lo que bebe. Ella está en ayuno. Le acomodo en la nariz la manguera del oxigeno. —Cuando muera quiero que incineren mi cuerpo. Dile a tu padre que me perdone por dejarlo solo—. Mi mente pulsa el interruptor de las compuertas que contienen al líquido salino que se aloja tras mis ojos. Lo pongo en off—. No es bueno que mi madre perciba mi tristeza.
Su cuerpo presenta una hinchazón que me sorprende, producto de los líquidos que se deslizan por la sonda clavada en una de las venas de su cuello. Le doy masaje en sus extremidades. Ella, silente, cierra sus ojos, se sabe acompañada por los frutos que cosechara hace más de medio siglo.
Mis hermanos y yo hacemos turnos, el pase de 24 horas previamente autorizado nos favorece. Pero los minutos, pareciera ser que se detienen. La espera se hace larga. En un lapso de tres días he visto fallecer a dos personas. «Dale a mi madre una tregua.» Intento pactar con la muerte.
Las Batas Blancas deambulan, convirtiendo a los pasillos de las salas en una especie de foros. En contraste radical con los enfermos y sus familiares, los médicos sonríen, incluso, hacen bromas. Otros, ensimismados, deslizan sus dedos con gran habilidad sobre sus teléfonos móviles. Al parecer, conversaciones que los alejan de una realidad en donde muchas vidas penden de un hilo, tan delgado y transparente, y cuya fragilidad es susceptible a los suspiros.
—Poco y nada les importan los quejidos de dolor que emitimos los pacientes—. Me dice doña Sara, señora que comparte la pequeña habitación en donde se hospeda mi madre. —A mi me practicaron una cirugía, una hernia a la altura del ombligo, —aspira hondo— pero algo hicieron mal, tengo infectada la herida. Llevo aquí casi un mes, y no me han podido dar el alta médica.
La miro compadecido, y mientras mi madre duerme, platico con doña Sara en lo que sus familiares llegan…

***


Incertidumbre…, el protocolo de visitas a pacientes ha sido modificado. Así lo advierte el guardia de seguridad que custodia el pabellón en donde se encuentra mi madre. Me pregunto; ¿cómo es posible que instrucciones como esas sean transmitidas por el personal de vigilancia? —Las órdenes provienen de subdirector del Hospital, el Doctor Padrón—. Así lo dice el policía. Sentencia irrevocable. El pase de 24 horas ha quedado suspendido. Ahora sólo podremos estar junto a mi madre en horarios asignados.
Mis hermanos interponen una inconformidad, sustentando la incapacidad de mi madre para valerse por sí misma. Pero, el “Doctor Padrón”, se sostiene en su decisión. Alega que sólo los familiares de invidentes y mutilados podrán gozar del privilegio de permanecer junto al paciente. Respetuosos, aunque no conformes, acatamos la instrucción.

***


12 de enero, 2018. Uno de mis hermanos es reprendido por personal del Hospital. ¿La causa? El no haber permanecido junto a mi madre la noche anterior…, inicia el alegato. —¡Necesitábamos practicarle a su madre unas analíticas y no ha sido posible porque no hubo algún familiar para autorizarlas!—. La razón se ausenta, el tono de las voces se incrementa.
Mi hermano decide acudir con el Director del Hospital para interponer una queja. El juicio se decanta a nuestro favor… la instrucción incompetente del Subdirector, Padrón, salta a la vista. Pero como expertos escapistas justifican su acto negligente con un —usted perdone—. El pase de 24 horas es reactivado.
Doce horas perdidas, valiosas. Pero sólo para nosotros, porque resulta evidente que para los médicos, la salud de los pacientes no interesa.
¿Procedimientos erróneos?, muchos. En una de mis visitas a los servicios escuché una charla entre enfermeros. —Pero, ¡dime¡ ¿Cómo quieren que le tome los signos a los pacientes si no me proporcionan el equipamiento necesario para tal efecto?—. Se trata de dos jóvenes que, al igual que yo, se encuentran en el interior de los baños. Al parecer son recién egresados del colegio. Ninguno de los dos advierte mi presencia.

***


Enero 15. El padecimiento de mi madre sigue aparcado. Los médicos argumentan que no pueden llevar a cabo la cirugía por complicaciones. Ahora mi madre presenta un cuadro de Neumonía. Dos de mis hermanos enferman, eso les impide apoyar en las labores de acompañamiento. Los turnos que habíamos organizado para cubrir las guardias se diluyen. La presión es mucha.
Miro de nueva cuenta la ficha clínica que pende de la cama de mi madre… Soluciones, antibióticos, analgésicos, y ahora, un nuevo integrante…, nebulizaciones, acompañadas de disparos orales de Salbutamol.
La espera continúa. Pacientes van y vienen. Salen con el alta médica, algunos, por su propio pie, otros, ayudados por sus familiares, incluso, con sillas de ruedas. No es el caso de una señora joven que llora recargada en uno de los muros de la habitación contigua a la de mi madre, en donde su familiar…, ha fallecido.

***



—Agua, agua por favor…—. Mis oídos captan la voz débil de mi madre. Cojo la jeringa para cargarla con agua. De a poco deposito el contenido entre sus labios. Miles de pensamientos se agolpan en mi mente. Las sensaciones que experimenta el ser humano se congregan en mi pecho, como si se dispusieran a celebrar una contienda para ver quién sale victorioso.
Recuerdo las palabras de mi amiga Celia, «Es triste y doloroso verlos partir poco a poco.» Flores bellas, metáfora que entretejo junto a los deseos ávidos de resistir al borde del camastro. Pero las flores se marchitan, el entorno les ha dado la espalda. —La única cita que no puede eludirse es con la muerte—, y aunque todos lo sabemos nos resulta inaceptable.
En mi análisis existencial concluyo que, quizá no es en sí la partida del ser querido la que nos flagela, sino las formas, normalmente intempestivas… —Y aquí estás, querida madre, ante mis ojos, escuchando tu respiración cada vez más lenta, envuelta en un compás cansino, rodeada e invadida por sondas que llevan en sus contenidos no solo medicaciones, también alientos de vida—. El sonido de mi teléfono móvil me saca de mis cavilaciones, es la llamada de una de mis hermanas. Nos ponemos en contexto. Concluimos con base en el reporte médico que debemos enterar a mi padre, hombre también enfermo.
Cuestión de horas. Los médicos estiman que el recurso de la intubación endotraqueal debe llevarse a cabo en el transcurso del día. Piden nuestra autorización para llevar a cabo tal procedimiento. Mis hermanas lloran. Entendemos a la perfección lo que eso significa.
Mi mente divaga. Mis compuertas lagrimales se revientan. Aprieto mis puños, como intentando retener el aliento de mi madre «¡Fortaleza! ¡No te rindas!», digo para mis adentros. Los momentos más difíciles se acercan…

***


Los días transcurren, y las Batas Blancas siguen deambulando. Algunas hacen cónclave para discernir las medicaciones adecuadas que logren contrarrestar los padecimientos que se presentan complicados, otras, simplemente deslizan sus zapatillas a lo largo de los pasillos con sus teléfonos móviles en la mano.
Las Batas Blancas que atienden a mi madre dilucidan. Finalmente, resuelven… los efectos del nuevo tratamiento hacen acto de presencia, resultado en apariencia favorable. La intubación endotraqueal ha quedado descartada. 14 días desde aquella tarde en la víspera del día de Reyes. La batalla continúa. La noche nos entrega la estafeta de esperanza en cada día.
El anecdotario se incrementa. La indolencia y arbitrariedad de algunas Batas Blancas que llevaron a cabo el juramento hipocrático es contrastante con el texto…

«Juro por Apolo médico, por Asclepio, Higía y Panacea y pongo por testigos a todos los dioses y diosas, de que he de observar el siguiente juramento, que me obligo a cumplir en cuanto ofrezco, poniendo en tal empeño todas mis fuerzas y mi inteligencia. Si observo con fidelidad este juramento, séame concedido gozar felizmente mi vida y mi profesión, honrado siempre entre los hombres; si lo quebranto y soy perjuro, caiga sobre mí la suerte contraria.»

Nada es lo que parece…

—Señorita, ¿podría revisar el pañal desechable de mi madre y ayudarme a acomodarla bien sobre el camastro? Por favor —solicitud amable que le hago a una de las enfermeras.
—Ese no es mi trabajo —responde con enfado— Además, podría lastimarme. Pasaré su solicitud a mis compañeras…
Batas Blancas de escritorio, extracto de recomendaciones nepotistas. Algunas se reconocen con facilidad, enfundadas en faldas diminutas y tacones altos. Rostros maquillados cual vedette de centros nocturnos exclusivos para hombres. Uñas postizas, tan largas y afiladas como su lengua misma, acrílicos que les impiden incluso maniobrar el estetoscopio.

Pacientes famélicos, las dietas rigurosas los mantienen en los huesos. Familiares exhaustos que trasnochan al pie de los camastros que ocupan sus pacientes en espera de que el médico de turno les dé buenas noticias y…, algunos, que como yo, esperan el ascensor que los conduzca al primer piso para recordarle a los responsables de aplicar las inhaloterapias que tienen que cumplir con su trabajo, aunque por ello, se molesten.

***


Cambios mínimos, pero favorables… Muchos kilos perdidos como consecuencia de las rigurosas dietas. Medicaciones infiltradas, —tantas, que ya he perdido la cuenta—. Respiradores artificiales, Sondas y Aparatos controladores para la dosificación de las infusiones. Analíticas constantes de todo tipo, destacando las de sangre. Diagnósticos van y vienen, acompañados de cambios drásticos.
—Deben estar preparados, la condición de su madre puede presentar un desenlace fatal en cualquier momento—. Dice una de las Batas Blancas. Al día siguiente; —Ahora sólo debemos esperar a que la fiebre ceda para poder intervenir quirúrgicamente. Sus órganos ya están desinflamados. Si no extirpamos la vesícula, su madre se muere y, aunque la cirugía presenta un alto riesgo, existen probabilidades de que sobreviva—. Nos informa otro de los médicos.
18 días, tiempo suficiente para identificar a plenitud los rostros del personal que sirve en el segundo piso de ese nosocomio, incluyendo a los responsables de la limpieza de las áreas y, el personal de vigilancia.
Cuadrillas de Batas Blancas hacen recorridos para verificar el estado que guardan las instalaciones —¡Cama 274, ocupada. Cama 275, ocupada. Cama 276, ocupada. Recuerden que no debe haber orinales al pie de los camastros—. Es la voz de quien al parecer es el encargado de verificar la higiene… Ocho, son ocho los que conforman aquella cuadrilla destinada a la procuración del buen estado en el inmueble. Mientras el personal asignado al cuidado de los pacientes se limita a tan sólo dos. El médico, y la enfermera, los cuales sólo se comunican a través de los reportes médicos, por cierto, mal formulados.
¿Cuántas veces ha orinado su madre? ¿Ya le aplicaron la nebulización prescrita por el médico de guardia? ¿Ha tenido fiebre? ¿Le han practicado nuevos estudios? Preguntas que me hacen, evidencias que deberían estar registradas en las bitácoras que penden del camastro… pero no todo es anotado.
Expectante, silente… analizando las circunstancias e intentando ser tolerante y consecuente. La monotonía es absorbente. Padecimientos como el de mi madre son comunes, así lo confirma la salud de doña Guadalupe, ingresada el día 21 de enero a la 20:00 horas. Ocupa la cama 276, la cual, además de sostener su cuerpo, también es testigo de sus quejidos constantes, producto del dolor que le hace presa. Ella no lo sabe, pero el camino que le espera es un viacrucis, lo sé porque el procedimiento que las Batas Blancas han iniciado con ella es idéntico al que le han practicado a mi madre.

***


Los nervios me traicionan, el cansancio me hace presa. Después de tanto padecer un proceso tan desgastante, al fin los médicos han confirmado la cirugía. La intervención quirúrgica es de alto riesgo, lo que pone en peligro la vida de mi madre —pero ya no hay más opciones— Así lo refiere una de la Batas Blancas.
Las enzimas de sus órganos no disminuyen, están mucho muy disparadas. La alimentación es totalmente artificial a través de canalizaciones, incluida una “dieta polimérica”.
—Introduciremos un respirador mecánico por la tráquea para ayudar a sus pulmones, —me advierte la doctora de nombre Iris—. la condición de su madre es delicada, sobre todo por tratarse de una persona mayor. Pero debemos correr el riesgo porque las probabilidades de que sobreviva existen. Caso contrario, ella morirá si no extirpamos la vesícula.
Preguntas al por mayor se aglutinan en mi cabeza, casi todas sin respuesta. La tensión en la familia se incrementa… es difícil aceptar que hoy, podría ser la última vez que la miremos con vida.
La historia de mi existencia pasa por mi mente. Recuerdos en los que nunca contemplamos a la muerte. Esa lucha que llevo en mi interior aún no presenta a un vencedor. El egoísmo y el entendimiento pugnan. «Quizá el ciclo de mi madre ha llegado a su fin… quizá, energéticamente, la estamos reteniendo… quizá está sufriendo de más innecesariamente… o quizá, sólo quizá, es una prueba enorme para medir la resiliencia no sólo de mi madre, sino también la de nuestra familia.»

Conflictos existenciales, acertijos dogmáticos, análisis anatómicos, y conclusiones basadas en especulaciones… qué difícil me resulta el aceptar lo que no puedo comprender.
Sea cual sea el resultado, esta experiencia quedará grabada en mi memoria como la lección de vida más dolorosa que he recibido. La razón es simple…, estoy siendo testigo de cómo se consume la mujer que me dio la vida…

***


El silencio de la noche se rompe. Una súplica se ahoga entre las sábanas expertas en hacer llagas en los cuerpos débiles de quienes yacen sobre los camastros insensibles. Más tarde, la claridad de la mañana se desliza sobre los fríos cristales de las ventanas que conectan el interior del nosocomio con la calle, esa que reproduce con eco el ulular de las sirenas de las ambulancias que arriban a la zona destinada para las Urgencias.
—¡Bienvenidos a la antesala del juicio!—. Frase que construye mi mente ya cansada por los constantes desvelos. Divago… «Estrés; enfermedad que nos destruye los sentidos.»
La voz débil y afónica de mi madre pronuncia suplicante. —Vámonos de aquí, llévame a mi casa—. La miro, acaricio su cabello al tiempo que le pido un poco de paciencia. ¿Paciencia? Cuestiono para mis adentros… Es evidente que no se puede conseguir en un entorno deplorable.
La noche no fue buena. La fiebre se resiste. Una de las Batas Blancas me informa que le tomará a mi madre otra muestra más de sangre. Me habla de un emocultivo. Su lenguaje técnico pareciera tener un objetivo…, confundirme. De ser así, sin duda lo ha conseguido.
Escenario repetitivo. Pacientes van y vienen. Los días transcurren cansinos. Batas Blancas indolentes desfilando en los pasillos, al igual que muchas cofias pero… no son todas. Una minoría se distingue, enalteciendo la bella profesión que han escogido.
Batas Blancas, conviviendo todo el tiempo con la muerte… Batas Blancas, vencedoras y vencidas… Batas Blancas, entregando el resultado de un esfuerzo prometido.

Paciente: Elva Valverde de Soria
Sexo: Femenino
Edad: 77 años
Fecha de ingreso: 5 de enero del 2018
Diagnóstico clínico. Pancreatitis aguda
Cama asignada: 274, segundo piso
Fecha de cirugía: 1 de febrero del 2018
Status: Paciente en proceso de recuperación
Observaciones: Evolución gradual satisfactoria
De no presentar complejidad postoperatoria en los próximos tres días, otorgar el Alta Médica.

FIN

Agradecimientos:

—A mi familia. Por resistir unidos tan difícil prueba
—A mis amigos. Por su solidaridad invaluable. Sin importar distancias geográficas.
—A la vida. Por la oportunidad concedida y, por supuesto
—Al Dios en el que creo. Por poner en el destino de mi madre a las BATAS BLANCAS que han logrado revertir —hasta ahora—. El pronóstico inicial de: «”Las probabilidades de que sobreviva son pocas. El estado de salud de su madre es reportado como grave”.»

—Sin un surco de tierra fértil, ¿en dónde germinará la semilla?—.




Roberto Soria – Iñaki
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