jueves, 26 de julio de 2018

Gratitud




Muchas gracias a todos aquellos que, solidariamente, me hicieron llegar sus condolencias por la muerte de mi madre. Reciban un abrazo enorme.

***


            Caminamos juntos, por caminos escabrosos, con la vista al frente. Muchas veces el temor tocó mi cuerpo, mas tu mano siempre estuvo disponible para rescatarme de sus garras. —No hay escuela para padres—, me decías, y en tu afán por ser mi guía te esforzaste para darme lo que como buena madre, para mí tenías.
            «Los errores, las mejores lecciones que nos da la vida», argumentabas, y aunque no fuiste letrada, tu sentido común prevalecía. Hoy, miles de recuerdos se desbordan en cascada, cual si fueran hojas secas tapizando el suelo…, y crujen, se desgranan, recapitulando lo vivido en un intento por traer algunas gotas de consuelo. Mis ojos se amilanan al mirarte inerte, y mi mente se resiste en aceptar que te has marchado para siempre. Me pregunto si el camino “prometido” existe; de ser afirmativo, entonces mi paciencia se agudizará para volver a verte.
            Mi ignorancia es grande, demasiada para deshacer el nudo que se atora en mi garganta, pero habré de discernir la fórmula que venza este viacrucis que se clava en cada poro de mi piel marchita.
            Sé que debo ser agradecido, pues tuve la oportunidad de compartir contigo los momentos cruciales en la ruta final de tu destino; sumergida en sábanas que se aferraron a tu cuerpo lacerado, hasta succionar el último suspiro que te dio la vida.
            Mañana, la luz que asoma al exterior de mi ventana lucirá distinta, y mis pasos, continuarán por el sendero que has trazado con la arquitectura de un principio elemental… El de ser buena persona.
            Sé que debes descansar, pero antes, deja que te pida un último favor…, entona para mí con tu afinada voz, esa vieja melodía de cuna que solías cantar.

Te amo, mamá.

En honor a: Elva Valverde de Soria
1941-2018

Roberto Soria – Iñaki


martes, 10 de julio de 2018

Mil batallas




Se le mira desde lejos; majestuosa. Es La Gaviota… Los vientos adversarios no son buenos. Es el tiempo de huracanes, de resguardo, de doblar las alas.
Sin embargo, ella quiere acariciar el cielo. Retadora se desliza entre los nublos. Una ráfaga de viento se presenta, ¡sus piruetas en el aire la traicionan…! Su vuelo va en picada, pero antes de caer al piso, se repone. No es momento de sentirse avergonzada.
La consciencia le presenta una advertencia: —No hay mañana—. Ella lo sabe.
Otras alas aparecen en el cielo, es un viejo conocido; —el depredador de los ensueños—. Sus garras lucen afiladas. De su pico semejante a un garfio, escapa un cruel chillido. El verdugo tiene sed, la que sólo mitiga la esperanza; la quebradiza, la que sin luchar se vuelve mansa.
El depredador acecha. Sabe que al menor descuido de su presa, él, destrozará sin compasión sus acrobacias… Pero ella lo descubre, se inquieta; mas no desmaya.
Una nube pasajera la aconseja: —Nunca dejes de mover tus alas—. Ella entiende la estrategia. Un relámpago le anuncia la batalla. Ya no hay tiempo para huir, las opciones se acobardan.
—¡Te será difícil devorar mi esencia!—. Le increpa convencida…, pero el enemigo ataca. Ella sube, y baja, mientras la vicisitud hunde sus garras; en el pecho, en la espalda.
La sangre tiñe de color sus blancas alas; pero no se rinde. Entretanto, el cielo llora, y el cansancio pide tregua. Los guerreros saben que la muerte no les tiene reservada una medalla. La Gaviota no se arredra, se prepara al contraataque, tensando sin temor sus doloridas garras.
Una pausa. El depredador la mira fijamente. Sus alas se detienen, reverencia, su pico calla; él se aleja, entendiendo que esta vez, no ha ganado la batalla.


Para mi querida Gabriela Domina Sabes que mi corazón está contigo.



Manos





Manos cuyos dedos se entretejen en un cónclave nocturno; fabricantes de caricias con calor de terciopelo.
Manos que se aferran a los poros de tu cuerpo. Patinadoras sobre el lienzo de tu piel; vigilantes del mayor de tus deseos.
Manos que susurran sin palabras los -te quiero- Tan seguras de sí mismas, pero temblorosas cuando palpan ese punto donde el purgatorio singular..., se vuelve cielo.


Roberto Soria - Iñaki.
Imagen pública

Soñadora



Me paro frente al mar, mirando la cadencia de sus majestuosas olas. Su magnificencia ha desprendido algunas gotas para acariciar mi rostro. —En este apartado lugar de tu querida tierra también existen sueños—, Susurra la marea.
El viento mece mis cabellos; un ritual para poner en orden mis ideas. La máquina del tiempo me acurruca momentáneamente en el pasado; frente a mí, una cesta reposa desbordada.
Hurgo en los recuerdos: Las promesas realizadas hacen fila, incubadas en los labios que probaron de mis besos. Detrás vienen las caricias; sudorosas, atrevidas, poseedoras de la magia que han guardado en su chistera.
Mis dedos acarician las tristezas, aquellas que tuve la necesidad de disfrazar con la careta de alegría… En el fondo de la cesta se vislumbra el sentimiento; pálido, respirando con gran dificultad a consecuencia del amor que se bebió en exceso. —No te olvides de las horas de felicidad que compartí contigo—, me dice suplicante. En respuesta le regalo una sonrisa, delineada de esperanza abrazadora.
La cesta gime; el acantilado llora, ambos tienen en común la aurora. Las gaviotas hacen circo, aleteando sobre el muelle que resguarda mis pisadas; ahora…, solas. Mi vista se ha nublado, de mis ojos brotan gotas; salinas, dolorosas. Son mis cómplices, hermanadas con el agua de las olas.
Las arenas de la playa me aconsejan, y me dicen: —Libertad no es utopía…, aunque a veces se demora—. Miro al cielo; una nube viaja lento rumbo al norte, su equipaje va cargando mi desdicha.
—Ya no sufras, es la hora —silba el viento—, un retoño te acompaña desde ahora.


Roberto Soria – Iñaki
Con cariño, para mi querida amiga Ann Plaza.