He visto morir a Juan, el más pequeño del
pueblo. Me presenté al hogar de quien, por casi dos años, había sobrevivido
desde que fue diagnosticado con cáncer: al entrar, la escena frente a mí se
presentó desgarradora. Dos docenas de dolientes, cuando mucho, se miraban entre
sí. Los padres de Juanito, trémulos y cabizbajos, lamentaban la partida
prematura del pequeño. En silencio me acerqué a don Pedro:
—Las palabras sobran, viejo amigo —pronuncié
con voz entrecortada.
—Gracias por venir —respondió con gran
tristeza.
Mariana, esposa de mi amigo, se puso en pie
para recibir las flores que llevaba entre mis manos. Un “gracias” apenas
perceptible llegó hasta mis oídos. La mujer se retiró: yo, me senté junto a don
Pedro. Después de unos minutos de silencio pronuncié:
—No conseguiste ayuda para el tratamiento:
supongo.
—Cierto —balbuceó entre lágrimas—. Fui a
Palacio Nacional y me negaron audiencia: después de tanto insistir la respuesta
fue muy clara: «no soy médico», y antes de cerrar la puerta me dijeron a la
cara: «La ciencia lo tiene claro: no gastemos los recursos en los que se saben
muertos» —volví al silencio.
Lo escuchado no era para debatir, al menos en
ese momento. La impotencia recorrió mi cuerpo. Pensé en la frivolidad, en la
indolencia. No era justo que Juanito, a sus seis años de edad, encontrara la
fatalidad por falta de atención, también de medicamentos.
Roberto Soria – Iñaki
Imagen pública
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