jueves, 27 de agosto de 2020

Pequeño Juan


 

He visto morir a Juan, el más pequeño del pueblo. Me presenté al hogar de quien, por casi dos años, había sobrevivido desde que fue diagnosticado con cáncer: al entrar, la escena frente a mí se presentó desgarradora. Dos docenas de dolientes, cuando mucho, se miraban entre sí. Los padres de Juanito, trémulos y cabizbajos, lamentaban la partida prematura del pequeño. En silencio me acerqué a don Pedro:

—Las palabras sobran, viejo amigo —pronuncié con voz entrecortada.

—Gracias por venir —respondió con gran tristeza.

 

Mariana, esposa de mi amigo, se puso en pie para recibir las flores que llevaba entre mis manos. Un “gracias” apenas perceptible llegó hasta mis oídos. La mujer se retiró: yo, me senté junto a don Pedro. Después de unos minutos de silencio pronuncié:

—No conseguiste ayuda para el tratamiento: supongo.

—Cierto —balbuceó entre lágrimas—. Fui a Palacio Nacional y me negaron audiencia: después de tanto insistir la respuesta fue muy clara: «no soy médico», y antes de cerrar la puerta me dijeron a la cara: «La ciencia lo tiene claro: no gastemos los recursos en los que se saben muertos» —volví al silencio.

 

Lo escuchado no era para debatir, al menos en ese momento. La impotencia recorrió mi cuerpo. Pensé en la frivolidad, en la indolencia. No era justo que Juanito, a sus seis años de edad, encontrara la fatalidad por falta de atención, también de medicamentos.

 

Roberto Soria – Iñaki

Imagen pública

 

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