Sara, “Sarita” —como solían
decirle sus amigos, porque tenía amigos, aunque no lo pareciera—, a sus sesenta
y tantos se veía mucho mayor; y cómo no, si el tramo de la vida que se había
gastado en la taberna donde se prostituía le arrancó de tajo los mejores años. Ahora,
postrada en esa silla mecedora, se pasaba el tiempo navegando entre recuerdos;
mirando fotos, y acariciando algunos trozos de papel donde escribió poemas.
—¿Otra vez con los “retazos”,
Sarita? Deberíais echar a un lado tanta mierda que entristece tu mirada. Ahora
lloraréis de nueva cuenta, como si llorar te desmanchara el alma —le recriminó
Teresa, compañera de las puterías en los viejos tiempos.
—Déjame, mujer, que con
mirarlos de vez en vez no me hace daño. Merezco disfrutar lo que viví cuando
era joven —le respondió sin despegar la vista del pequeño estuche de madera,
lugar donde guardaba su pasado.
—¡Un par de hostias bien
puestas! ¡Eso es lo que mereces! Solo a ti se te ocurre “disfrutar” de tanta
mariconería.
Teresa y Sara, después de
haber sido echadas del prostíbulo donde eran explotadas, habían decidido rentar
un piso para cohabitar sin el menor problema. El afecto entre las dos era gigante,
tanto, que en más de dos ocasiones, cuchillo en mano, tuvieron que defenderse
entre sí de los tipos malolientes que asistían a la taberna. Clientes que
buscaban refugiarse entre cervezas y las tapas que servían por unos cuantos
euros y, estando embrutecidos, follarse a quien con diminutas prendas ofertaba
sus servicios como experta en una cama.
—Y dime, Teresa; ¿os
regresaréis a Cuba? —cuestionó Sarita con gran melancolía, limpiando con el dorso de su
diestra el líquido salino que corría por sus mejillas.
—¿A qué carajos me quedo,
Sarita? Puta salí de la Habana, y como puta regresaré de donde nunca debí haber
salido. La puñetera libertad que pretendí encontrar en estas tierras catalanas
fue tan solo un espejismo.
—Me quedaré tan sola —lloriqueo
Sarita—, como la perra aquella que dejó Manolo; ¿lo recuerdas?, el mozo aquel
que trabajó en el bar y que después…
—¡Anda, dilo! ¡Se enamoró de
ti! La madre que te parió, Sarita. No sé por qué no te animasteis a marcharos
con el tío; habríais sido muy feliz, supongo. Pero bueno; regresando al tema. No
sé si será la Habana, todavía no lo decido… Sarita, cierra los ojos que os tengo
preparada una sorpresa, guapa.
Teresa cogió su bolso; en el
interior, dos pasaportes, acompañados de unos tickets a Miami se asomaban.
Roberto Soria – Iñaki
Imagen pública.