jueves, 30 de mayo de 2019

No soy tan fuerte




Decir «Ya no te quiero» fue tan fácil para ti, que te marchaste sin dudar con quien detrás de mí se convirtió en tu amante. Con dignidad guardé los trozos de la pena que dejaste en los rincones de mi ayer; había tanto por hacer que decidí hacer nada.
El tiempo en el reloj se resistió a parar; el filo de las crueles manecillas se clavaba como dagas en los poros de mi piel y yo, cual vil cobarde, había dejado de luchar. Los estragos del alcohol surtían efecto, y te maldije. Mas nada es para siempre… ¡Con la mente clara me enfrenté a mí mismo! ¡La cruda realidad se defendió implacable…! Y la vencí.
Hoy que has vuelto suplicante debo confesar que me sorprende. No te puedo recibir; estoy convaleciente, con el alma remendada con aguja y sal, pero consciente.
Ya lo ves, no soy el mismo. Perder es un enfoque visceral que deseché de mi memoria; hoy quiero la victoria. No me vuelvas a buscar; no soy tan fuerte.

Roberto Soria – Iñaki
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domingo, 26 de mayo de 2019

Hagamos magia




—¿A qué esperas, mujer?, que se nos hace tarde…

Virtudes no dejaba de esmerarse en el cuidado de su hermana, quien gustaba de escribir a todas horas.
—Espera unos momentos —dijo suplicante Olivia—, que la inspiración se cuece a fuego lento. Anda, siéntate a mi lado; escucha lo que dicta el corazón —le respondió como es costumbre en ella, con esa voz llena de paz que reconforta el alma.

Olivia dio comienzo a su relato; hablaba de lo etéreo, de cómo vislumbraba al “Caballero Medieval” protagonista de su cuento. Su mente era el templete colorido imaginario, lugar que sin reservas, le daba vida al personaje que sin duda era perfecto.
Virtudes la miraba embelesada, a tal grado, que lograba sumergirse en el contexto hasta lograr mimetizarse en el paisaje. Se imaginaba a sí misma, reposando sobre las alfombras instaladas a la derecha del fuego, lugar donde su hermana cimentaba sus memorias. La Cabaña, los harapos, incluso lo oxidado del escudo que portaba el Caballero eran tangibles, al menos para ellas.
Al término de la escritura, Virtudes se llevó la palma de su diestra al rostro; un olor a petricor le sorprendió al instante. Se trataba del aroma producido por la tierra, la tierra en donde estaba “La Cabaña” de la historia, de la cual, Olivia era estelar en el elenco.
Virtudes se acercó hasta Olivia, y se cubrió la boca, intentando retener el gemido delator que revelara su delirio; en franco soliloquio musitó... «Enséñame a mirar lo que entre tanta oscuridad tú puedes ver, querida hermana.»




sábado, 25 de mayo de 2019

Tres minutos de café



La vi llegar, con ese andar tan singular de grandes pasos. Carolina se veía preciosa, enfundada en un vestido cuya tela se ceñía a su piel como lo hace el guante que utiliza un cirujano. Cientos de recuerdos afloraron en mi mente; desde el día en que la besé por vez primera y, hasta hoy, donde la fecha para sepultar lo frío de un idilio malogrado había llegado. En acto de galantería me levanté para ofrecerle asiento.
—Gracias por venir —le dije como bienvenida.
—Te lo debía —me respondió esquivando la mirada.

Ordenamos dos tazas de café, como en los buenos tiempos. Un hombre al interior del auto en el que había llegado Carolina nos miraba cauteloso. Se trataba de aquel con quien pillé a mi esposa fornicando en nuestra propia cama.
—Veo que sigues con él —pronuncié sereno.
—¿Hablaremos de él? ¿Para eso es que me has llamado?
—No, no hablaremos de él, ni siquiera de ti o de lo que hicieron. El pasado ya no importa.
—Te equivocas, Manuel, ¡claro que importa!; la puñalada que metiste en
su costado le valió un riñón: ¿Acaso te parece poco?
—Muy caro lo he pagado… Siete años en prisión. Ahora te devuelvo la pregunta: ¿Te parece poco?
—Es verdad; doblemos ese folio. Dime, ¿qué quieres de mí? —cuestionó mientras secaba sus mejillas.
—Agradecer, despedirme, decir que no te guardo rencor y…, tomarnos un café. En este tiempo comprendí que sin perdón se descoloca el alma. Juré vengarme, lo sé; pero no era yo quien sentenció matarlos al término de mi condena. Hablaba el odio, la sinrazón. Pueden caminar en paz, que no levantaré una mano contra ustedes. Quiero que sepas que esta noche me marcho del país para nunca más volver —pronuncié al tiempo que me levantaba del asiento; después, deposité sobre la mesa el importe que debía pagarse.

Antes de decir adiós miré la taza. A veces el destino no es como la miel, sino como el café, negro y amargo.


Roberto Soria – Iñaki
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jueves, 23 de mayo de 2019

Dos tickets




Sara, “Sarita” —como solían decirle sus amigos, porque tenía amigos, aunque no lo pareciera—, a sus sesenta y tantos se veía mucho mayor; y cómo no, si el tramo de la vida que se había gastado en la taberna donde se prostituía le arrancó de tajo los mejores años. Ahora, postrada en esa silla mecedora, se pasaba el tiempo navegando entre recuerdos; mirando fotos, y acariciando algunos trozos de papel donde escribió poemas.

—¿Otra vez con los “retazos”, Sarita? Deberíais echar a un lado tanta mierda que entristece tu mirada. Ahora lloraréis de nueva cuenta, como si llorar te desmanchara el alma —le recriminó Teresa, compañera de las puterías en los viejos tiempos.
—Déjame, mujer, que con mirarlos de vez en vez no me hace daño. Merezco disfrutar lo que viví cuando era joven —le respondió sin despegar la vista del pequeño estuche de madera, lugar donde guardaba su pasado.
—¡Un par de hostias bien puestas! ¡Eso es lo que mereces! Solo a ti se te ocurre “disfrutar” de tanta mariconería.

Teresa y Sara, después de haber sido echadas del prostíbulo donde eran explotadas, habían decidido rentar un piso para cohabitar sin el menor problema. El afecto entre las dos era gigante, tanto, que en más de dos ocasiones, cuchillo en mano, tuvieron que defenderse entre sí de los tipos malolientes que asistían a la taberna. Clientes que buscaban refugiarse entre cervezas y las tapas que servían por unos cuantos euros y, estando embrutecidos, follarse a quien con diminutas prendas ofertaba sus servicios como experta en una cama.

—Y dime, Teresa; ¿os regresaréis a Cuba? —cuestionó Sarita con gran melancolía, limpiando con el dorso de su diestra el líquido salino que corría por sus mejillas.
—¿A qué carajos me quedo, Sarita? Puta salí de la Habana, y como puta regresaré de donde nunca debí haber salido. La puñetera libertad que pretendí encontrar en estas tierras catalanas fue tan solo un espejismo.
—Me quedaré tan sola —lloriqueo Sarita—, como la perra aquella que dejó Manolo; ¿lo recuerdas?, el mozo aquel que trabajó en el bar y que después…
—¡Anda, dilo! ¡Se enamoró de ti! La madre que te parió, Sarita. No sé por qué no te animasteis a marcharos con el tío; habríais sido muy feliz, supongo. Pero bueno; regresando al tema. No sé si será la Habana, todavía no lo decido… Sarita, cierra los ojos que os tengo preparada una sorpresa, guapa.

Teresa cogió su bolso; en el interior, dos pasaportes, acompañados de unos tickets a Miami se asomaban.


Roberto Soria – Iñaki
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sábado, 18 de mayo de 2019

Vendetta




—Mi libertad había sido secuestrada, no la del cuerpo, sino la del alma. Después de aquella noche decidí dejar mi casa, a mi familia; quedarme sería el equivalente a vivir en el infierno, a la espera siempre del momento en que el maldito hijo de puta regresara para violarme de nuevo… «¡Y si dices algo ya podéis daros por muerta, perra!», palabras escuchadas que retumban en mi mente cuando el malnacido me arrojó de su automóvil en marcha. Tres intentos de suicidio llevo a cuestas… tres, y nada. Quizás la vida quiere que me cobre la factura; eso debe ser, para ganar después de haber perdido esa batalla —me dijo entre sollozos. No era fácil para mí escucharle hablar de ciertas cosas. La abracé; confesarle que le amaba en un momento tan crucial sería algo impropio.

Aún recuerdo aquella madrugada cuando la vi por vez primera; sola, golpeada, deambulando por la vieja carretera a las afueras de Madrid. De no haberme detenido… ¿Qué sería de ella? Nunca lo sabré. Ahora, lo importante para mí era la elección de ser espectador de la vendetta o, ayudarle a consumar lo que su mente fraguaba.

—Entonces, ¿le habéis visto? ¿Segura que era él? —inquirí con nerviosismo. Convertirme en asesino no era pan de cada día; quitarle la vida al tío me achicaba los cojones.
—Sí, sé bien lo que digo. Lo he visto salir del hotel que está en la esquina para meterse en el bar de la avenida. Ahora debo marcharme; no quiero involucrarte.
—¡Por los clavos de Cristo! ¿Acaso pensáis que voy a dejaros sola? Haremos juntos lo que dices, guapa.

Después de mucho discernir logré su convencimiento; Sara, había ocultado entre sus ropas el cuchillo de cocina que guardaba en el trastero de mi piso en renta. Esa noche era especial; negra como nunca, con esas nubes fantasmales que servían para ocultar la luna. Nos apostamos en la bocacalle, con la vista puesta en el portal de aquel lugar, donde el maldito criminal, tan pronto como saliera, encontraría la muerte.

Roberto Soria – Iñaki
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Atando lazos




Era mi primer día de actividades en ese prestigioso bufete de abogados. El asistente de Recursos Humanos, joven largo y escurrido, me había presentado a quienes laboraban en ese piso, menos a una, quien al parecer, por alguna razón que desconozco, había llegado tarde. No pude dejar de verla; cómo hacerlo, si con esa silueta tan perfecta que atrapaba la mirada de cualquiera era imposible. La voz imperativa de mi jefe me sacó del embelesamiento.

—Necesito que pongas en orden todos estos folios; primero, en alfabético, después, en cronológico. Al término me dices; os indicaré la sección en el archivo donde deberéis depositarlos.

No dije nada, tan solo asentí con la cabeza. La “montaña” de expedientes era tan alta que casi se desbordan a lo largo y ancho del buró. Mi jefe encaminó sus presurosos pasos hacia la joven que me había gustado.

—Julieta; necesito en mi escritorio la denuncia de la empresa camionera. Es urgente —le dijo con voz autoritaria.

«Julieta; lindo nombre», musité mientras miraba sus caderas; después, me puse en lo ordenado. Sin darme cuenta, la hora del almuerzo había llegado. El comedor de empleados estaba en el octavo piso. En el ascensor, Julieta y yo coincidimos. Nos miramos; sonreímos.

Ante mi sorpresa compartimos mesa; tenerla frente a mí era un delirio. Cerré los ojos. Me imaginé besando sus erguidos pechos, sus muslos…, su sexo. Su dulce voz me devolvió a la realidad en un instante:

—Perdón, no escuché… ¿Decíais? —pronuncié tartamudeando.
—Que cómo te llamas —me preguntó mientras se recogía el cabello.
—Me llamo Graciela —le respondí mirándole a los ojos.

Roberto Soria – Iñaki
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miércoles, 15 de mayo de 2019

Cero






Se dice que el valor de “cero” es nada; pienso lo contrario, porque bien multiplicado nos ofrece el resultado que nos da para sumar. Yo lo miro como el círculo perfecto, sin principio ni final… Así es como te quise; así es como te quiero, sin importar que cero perforara tus bolsillos dibujando un gran vacío muy difícil de llenar.

Los detalles más hermosos de la vida los compré con ese cero. Recuerdo tu mirar; me pedías que te besara el cuello para desatar suspiros y alegrar tu despertar.

El cero en nuestro inicio fue la excusa para reinventar las formas que dejaran huellas al andar, y en efecto; dimos pasos tan gigantes como lo hacen los amantes y tú…, dijiste cero: Cero excusas, cero cosas negativas que destruyan lo que juntos pretendíamos cimentar.

Hoy el cero cobra fuerza; lugar que soslayó infortunios que pudimos esquivar. Pero nada es para siempre, y aunque te llevo en la mente, ese cero es tan potente que me flagela inclemente…, porque ya no estás.

Roberto Soria – Iñaki
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martes, 14 de mayo de 2019

Náufragos en altamar



Descríbame sus ganas, sin tapujos, sin decir “tal vez mañana”. Provoque con su fuego una erupción, como el volcán que sin temor desprende magma.

Hagamos del amor tizón ardiente, y después de pernoctar bajo la luna, abriremos el portal de lo silente; seremos dos sedientos en la mar, naufragando con la piel ardiente.

Si me pierdo junto a usted ¡nada me importa!, porque el tiempo que pedí para sentir su palpitar no es una prosa; disculpe si la quiero acurrucar, pero sentir la candidez de su mirar, es otra cosa.

Atrévase a soñar, incluso al despertar, señora hermosa.

Roberto Soria – Iñaki

Después me llamas




Me gusta cuando riñes, cuando te aferras en decir que mis caricias no son tersas; te miro de reojo, sabiendo que tus labios tienen sed aunque me digas que de amar no tienes ganas.

Después de discernir sobre el pudor me abrazas, deseando que la luz en el farol se apague sin temor para dejar que el fuego nos calcine el alma. Te miro sonreír, porque sabes que después de discutir, llega la calma.

Roberto Soria – Iñaki


Despedida




No quiero compasión, de nada serviría. Prefiero que de frente digas que tu amor se marchitó como la flor que aniquiló el invierno… La noche también muere con la luz del nuevo día.

Resiliencia no es palabra que se oxida. Tu partida dolerá, no tengo duda; mas no debes preocuparte. Lloraré entre la penumbra, asido de la soledad que dejará tu ausencia pero…, calma, que nadie notará mi pena; mi dignidad será salvaguardada.

En la repartición de bienes no tendrás problemas, que todo lo que tengo lo endosé a tu nombre. Es todo de mi parte; fingiré dormir, puedes marcharte. Un último favor; al salir, cierra la puerta…, no quiero que se cuele el aire.

Roberto Soria – Iñaki
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sábado, 4 de mayo de 2019

Ángel caído




Caí, en el abismo que gritaba sin piedad «no puedes». Los tumbos me han dejado cicatrices por tu ausencia… ¡Te fuiste, y no lo puedo comprender! ¡Maldita sea! El adiós que no esperaba fragmentó mi corazón; soy egoísta.

De a poco puedo ver que tu partida es la lección…, que más se necesita. Hay tanto por hacer con el perdón, que hoy voy a comenzar: ¡Basta ya de seducir la sinrazón!, pues no quiero defraudar sin ton ni son, lo que gravé en tu vista.

Dondequiera que tú estés, allí estaré, pues nos une el eslabón forjado en el cordón que dentro de mi ser, creció sin prisa.

Prometo ser valiente, y remendar lo que por culpa del dolor está raído. Ya no quiero claudicar: ¡Estoy harta de llorar! Hoy rescataré el amor que por amor, había perdido… Estoy dispuesta a reiniciar, ángel caído.


Roberto Soria – Iñaki
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viernes, 3 de mayo de 2019

Sin rostro «Segunda parte»




(…) Esta vez Amelie, contraria a su costumbre, decidió quebrantar la promesa que le hiciera a Antoine, así que, iría en su búsqueda. Era tiempo de desentrañar el gran misterio de aquel hombre; las concomitancias de sus múltiples ausencias vinculadas a los atentados perpetuados en aquellos tiempos daban mucho que pensar, aunadas, particularmente, a la advertencia que su amado profiriera cuando la llevó a vivir a los Estados Unidos de Norteamérica: «Vous allez oublier la France», sentencia que ella aceptaría sin chistar, sin razonar.
Decidida preparó su viaje. Días después, durante el vuelo con destino a París, Amelie cerró los ojos para evocar el pasado, cuando sus escasos quince años, pletóricos, ansiaban conocer el mundo; deseo frustrado por la muerte de sus padres en el atentado a los trenes de la red de Cercanías de Madrid, España, aquella funesta mañana del once de marzo de dos mil cuatro, mientras ella estaba interna en un colegio de monjas. El suceso había marcado su vida para siempre.

Su mirada se posó en la ventanilla del avión; la ciudad se vislumbraba. Un salto cronológico en la mente de Amelie la llevó hasta la taberna, aquella en donde conociera a Antoine; corría el año dos mil diez. Con la copa de Crème de Cassis entre las manos, sus ojos habían descubierto la silueta masculina sentada frente a ella; hombre apuesto que rondaba con dificultad los treinta. Sus miradas se habían enganchado; él, desde su lugar, había levantado su copa en acto de galantería. En correspondencia, la sonrisa de Amelie se convirtió en invitación; Antoine no lo pensó dos veces, se levantó de la butaca abandonando la mesilla… El destino deparaba una sorpresa.
Después de las presentaciones y compartir un par de copas, el curso de la charla improvisada les llevó a una extraña coincidencia; ambos habían perdido un ser querido en manos del absurdo terrorismo.


Roberto Soria – Iñaki
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jueves, 2 de mayo de 2019

Sin rostro




Esa noche era especial. Amelie, hundía sus estilizadas piernas en las medias de seda color humo; el traje sastre que usaría le aguardaba en el perchero. El delicado frasco de Burberry se deslizó entre la tersura de sus manos… Tres disparos hacía arriba, justo por encima de su larga cabellera; el atomizador se presentaba generoso. Amelie recibió el rocío —Très bien; pour toi—; pronunció con voz melosa, con ese acento francés que delataba sus orígenes al interactuar por esas calles Neoyorquinas que le habían acogido cinco años atrás.

Tres meses, noventa largos y desesperantes días; tiempo que ella había tenido qué esperar desde la última cita para reunirse nuevamente con su amado. Antoine —como ella le llamaba—, llegaría para romper el ayuno involuntario de la ausencia. Él, era en apariencia un vendedor internacional de joyería; las piedras preciosas eran su especialidad según decía, aunque Amelie tenía sus dudas. Era extraño, pero Antoine nunca aparecía cuando los atentados en Europa se gestaban.

El embellecimiento hecho ritual había cesado. Amelie lucía espectacular. Su vista se posó sobre la mesa del comedor en el lujoso apartamento: Velas, champagne, caviar, flores…, todo estaba en su lugar; escenario perfecto, impecable. Abruptamente, el sonido de su teléfono móvil rompió el silencio que reinaba dentro de la habitación; el corazón de la bella Amelie latió deprisa. —¿Antoine?—, pronunció, conteniendo la respiración. Segundos después, el sofisticado Smartphone se deslizaba entre sus delicados dedos para chocar contra el suelo… Esta vez, como muchas otras más, el hombre no vendría; así, sin más preámbulo que un «Te llamaré más tarde»
Amelie frotó sus ojos con el dorso de su mano; el líquido salino había estropeado el maquillaje. Con cierto enfado y, como si fuese una autómata, se despojó de los tacones, apagó las velas, y se sentó frente al televisor…, era tiempo de esperar. Treinta minutos más tarde, las noticias anunciaban la explosión de un coche-bomba; esta vez, en Italia.

Roberto Soria – Iñaki
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