(…) Esta vez Amelie,
contraria a su costumbre, decidió quebrantar la promesa que le hiciera a Antoine, así que, iría en su búsqueda.
Era tiempo de desentrañar el gran misterio de aquel hombre; las concomitancias
de sus múltiples ausencias vinculadas a los atentados perpetuados en aquellos
tiempos daban mucho que pensar, aunadas,
particularmente, a la advertencia que su amado profiriera cuando la llevó a
vivir a los Estados Unidos de Norteamérica: «Vous
allez oublier la France», sentencia que ella aceptaría sin chistar, sin
razonar.
Decidida preparó su viaje. Días después, durante el vuelo con
destino a París, Amelie cerró los
ojos para evocar el pasado, cuando sus escasos quince años, pletóricos, ansiaban
conocer el mundo; deseo frustrado por la muerte de sus padres en el atentado a
los trenes de la red de Cercanías de Madrid, España, aquella funesta mañana del
once de marzo de dos mil cuatro, mientras ella estaba interna en un colegio de
monjas. El suceso había marcado su vida para siempre.
Su mirada se posó en la ventanilla del avión; la ciudad se
vislumbraba. Un salto cronológico en la mente de Amelie la llevó hasta la taberna, aquella en donde conociera a Antoine; corría el año dos mil diez. Con
la copa de Crème de Cassis entre las
manos, sus ojos habían descubierto la silueta masculina sentada frente a ella;
hombre apuesto que rondaba con dificultad los treinta. Sus miradas se habían
enganchado; él, desde su lugar, había levantado su copa en acto de galantería.
En correspondencia, la sonrisa de Amelie
se convirtió en invitación; Antoine
no lo pensó dos veces, se levantó de la butaca abandonando la mesilla… El
destino deparaba una sorpresa.
Después de las presentaciones y compartir un par de copas, el
curso de la charla improvisada les llevó a una extraña coincidencia; ambos
habían perdido un ser querido en manos del absurdo terrorismo.
Roberto Soria – Iñaki
Imagen pública
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