La vi llegar,
con ese andar tan singular de grandes pasos. Carolina se veía preciosa, enfundada
en un vestido cuya tela se ceñía a su piel como lo hace el guante que utiliza
un cirujano. Cientos de recuerdos afloraron en mi mente; desde el día en que la
besé por vez primera y, hasta hoy, donde la fecha para sepultar lo frío de un
idilio malogrado había llegado. En acto de galantería me levanté para ofrecerle
asiento.
—Gracias
por venir —le dije como bienvenida.
—Te lo debía —me respondió esquivando la mirada.
Ordenamos dos tazas de café, como en los buenos tiempos. Un
hombre al interior del auto en el que había llegado Carolina nos miraba
cauteloso. Se trataba de aquel con quien pillé a mi esposa fornicando en nuestra
propia cama.
—Veo que sigues con él —pronuncié sereno.
—¿Hablaremos de él? ¿Para eso es que me has llamado?
—No, no hablaremos de él, ni siquiera de ti o de lo que hicieron.
El pasado ya no importa.
—Te equivocas, Manuel, ¡claro que importa!; la puñalada que metiste
en
su costado le valió un riñón: ¿Acaso te parece poco?
—Muy caro lo he pagado… Siete años en prisión. Ahora te devuelvo
la pregunta: ¿Te parece poco?
—Es verdad; doblemos ese folio. Dime, ¿qué quieres de mí?
—cuestionó mientras secaba sus mejillas.
—Agradecer, despedirme, decir que no te guardo rencor y…,
tomarnos un café. En este tiempo comprendí que sin perdón se descoloca el alma.
Juré vengarme, lo sé; pero no era yo quien sentenció matarlos al término de mi
condena. Hablaba el odio, la sinrazón. Pueden caminar en paz, que no levantaré
una mano contra ustedes. Quiero que sepas que esta noche me marcho del país
para nunca más volver —pronuncié al tiempo que me levantaba del asiento;
después, deposité sobre la mesa el importe que debía pagarse.
Antes de decir adiós miré la taza. A veces el destino no es como
la miel, sino como el café, negro y amargo.
Roberto Soria – Iñaki
Imagen pública
No hay comentarios:
Publicar un comentario