lunes, 26 de marzo de 2018

60 segundos



Las olas de la mar se acariciaban entre sí. En las rocas del acantilado se apreciaba una silueta. Era él —el dorado— como le llamaban en el pueblo. Amante de doña Susana; la cortesana vendedora de caricias en la taberna de don Anselmo…
—Un whisky doble, por favor—. Solicitó el forastero; sin apartar la vista de la playa que bien podía apreciarse a través de la ventana en el lado oriente de la barra.
—¿Estáis de paso?—. Cuestionó con gesto adusto don Anselmo.
—Algo así. Soy reportero. He venido motivado por la serie de patrañas que se dicen de este pueblo. Ya sabe, lo de la “dama y el dorado”.
—¡Ah, vaya! ¡Bienvenido!—. Respuesta acompañada de una sonrisa que don Anselmo disimulaba con la palma de su mano mientras frotaba su abundante barba.
Don Anselmo se giró sobre sus talones hasta darle por completo la espalda al forastero. Ahora lo miraba a través del gran espejo empotrado en el muro de madera que almacenaba las botellas de licor. —¿Cómo ha dicho que se llama, caballero?—. Preguntó el tabernero.
—No lo he dicho —respondió el reportero—. Pero si le mueve la curiosidad puede llamarme Rodrigo.
—Bien, Rodrigo. Pues ha llegado a la hora—. Dijo señalando con el índice derecho el viejo reloj que pendía del muro junto a la ventana.

Las manecillas anunciaban las 12:00 en punto. Las luces del embarcadero, así como las del pequeño poblado se apagaron.
—¡Joder! ¡¿Qué es lo que está sucediendo?!—. Dijo Rodrigo, aguzando la vista para poder distinguir entre las sombras.
—¡Shhhh! —se le escuchó musitar al cantinero, acompañado de un apenas perceptible: —Observad.


El acantilado se había iluminado cual templete de escenario. Ahora la silueta de “el dorado” ya no se encontraba sola. Una dama le acompañaba: Elegantemente ataviada. Enfundada en un vestido de lentejuela que brillaba como los rayos matutinos provenientes de la aurora.
Tacones altos; medias negras cuya parte posterior ostentaba una costura. Escote pronunciado besándole los pezones. Y un tocado en el cabello cuyo centro era un par de corazones.
La vestimenta de “el dorado” se limitaba a tan sólo un pantalón confeccionado en lino. De color crudo. Torso desnudo; musculoso, perfectamente trabajado. Estaba descalzo. Ambos bailaban. Los acordes de la melodía provenían del horizonte.

60 segundos, sólo eso duró la fascinación... Las siluetas desaparecieron.

Las luces se restablecieron. La boca de Rodrigo se encontraba más que seca, abierta. —El viejo comendador, con la escopeta que tenéis frente a tus ojos fue quien les quitó la vida —se escuchó la voz de don Anselmo—. Estaba enamorado de Susana, aunque ella no le correspondía.
La bala no era para ella, era para el dorado pero…, por una extraña razón mientras ambos se abrazaban, la bala se hizo pedazos partiendo sus corazones.
Bebe —dijo don Anselmo mientras le servía otra copa—. No tienes por qué pagarla: Ya puedes cerrar la boca.


Roberto Soria – Iñaki
Imagen pública


jueves, 15 de marzo de 2018

¿De qué color es el viento?


           


           Altiva, con la autoestima hasta el tope, se atrevió a retar al viento. —¡Yo cargo con lo que sea, que los karmas no me asustan!—. Sentencia que coronaba la traición que se gestaba, sobre los huesos de aquél; aquél que tanto la amaba.
Las súplicas no importaban, ella buscaba placer, y a cambio de unas monedas, se fue con el hombre infiel.
Manecillas del reloj, con su marcha continuaban: ella, agazapada en las sombras entre cenizas hurgaba. Los trozos carbonizados de recuerdos impolutos, encontraron en lo blanco, del negro su sustituto.
Los versos que se escribieron encimita de la almohada, también estaban quemados como leña calcinada. La mujer alzó la voz, queriendo ser escuchada, argumentando un dolor que su pecho laceraba.
El viento se presentó de forma disimulada, presenciando los lamentos de la mujer que lloraba. Entre berridos paridos la euforia se desataba, hablando de lo incoherente que la vida le imputaba.
De cobarde y mentiroso mancilló al viejo recuerdo. Mientras el amante en turno, aquél que portó la espada, hoy recibe una porción de la daga envenenada. Porque el pensamiento es cruel, cuando la imaginación engaña.
Momentos de sube y baja, expectantes y silentes. —Reconocer los errores sólo es cosa de valientes—. Se escuchó decir al viento, quien sentenció la falacia, lanzando un tiro de gracia sobre la mujer hiriente.
—¡Aquí te postras rendida, con tu soledad candente!: Soy el viento circundante, mi color es transparente. Mejor un beso en la frente que te deje complacida, a ser la mujer ardiente, considerada perdida.



Roberto Soria – Iñaki
Imagen pública