Altiva,
con la autoestima hasta el tope, se atrevió a retar al viento. —¡Yo cargo con
lo que sea, que los karmas no me asustan!—. Sentencia que coronaba la traición
que se gestaba, sobre los huesos de aquél; aquél que tanto la amaba.
Las
súplicas no importaban, ella buscaba placer, y a cambio de unas monedas, se fue
con el hombre infiel.
Manecillas
del reloj, con su marcha continuaban: ella, agazapada en las sombras entre cenizas
hurgaba. Los trozos carbonizados de recuerdos impolutos, encontraron en lo
blanco, del negro su sustituto.
Los
versos que se escribieron encimita de la almohada, también estaban quemados como
leña calcinada. La mujer alzó la voz, queriendo ser escuchada, argumentando un
dolor que su pecho laceraba.
El
viento se presentó de forma disimulada, presenciando los lamentos de la mujer
que lloraba. Entre berridos paridos la euforia se desataba, hablando de lo
incoherente que la vida le imputaba.
De
cobarde y mentiroso mancilló al viejo recuerdo. Mientras el amante en turno,
aquél que portó la espada, hoy recibe una porción de la daga envenenada. Porque
el pensamiento es cruel, cuando la imaginación engaña.
Momentos
de sube y baja, expectantes y silentes. —Reconocer los errores sólo es cosa de
valientes—. Se escuchó decir al viento, quien sentenció la falacia, lanzando un
tiro de gracia sobre la mujer hiriente.
—¡Aquí
te postras rendida, con tu soledad candente!: Soy el viento circundante, mi
color es transparente. Mejor un beso en la frente que te deje complacida, a ser
la mujer ardiente, considerada perdida.
Roberto
Soria – Iñaki
Imagen
pública
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