jueves, 21 de junio de 2018

De los sueños..., a la jaula



Llanto, gritos…, desesperanza. El viento los divulga; todos buscan libertad, pero los barrotes de la miserable jaula los retiene. Es el tiempo de la bestia, animal que encierra a los humanos.
Retumban voces de protesta en las arterias mediáticas, y en las redes sociales se proclama la emancipación de los que fueron retenidos por el simple hecho de pisar un territorio que se dice ajeno.
Pero los neutrales poderosos sólo observan… Indolentes, equidistantes para no ensuciar sus finos trajes, vestimenta de un poder que por desgracia les ha sido conferido…
—¡Son sólo niños! ¡Que no los separen de sus padres!—, suplica famélica que se desangra ante los actos inhumanos de un perverso mandatario. La misericordia se amilana, tiene mucho por hacer, mas no hace nada.
Ante tal pasividad la bestia ataca; sus pezuñas afiladas cortan miles de esperanzas. Pareciera ser que nada la detiene.
Los protocolos humanitarios brillan por su ausencia, maquillados de falacia. El genocidio tiene olfato muy agudo, se agazapa como huésped en la Casa Blanca, mientras sus esbirros hacen su labor a través de la desgracia.
Mil preguntas hacen fila para entender la batalla, sin saber que un invitado —la ignorancia— ha sobornado al buen juicio.
Las respuestas se amontonan, algunas son destacadas, gritando sin distinción: «¡No hay pretexto que les valga! ¡Vejación es vejación!» Le dicen a la arrogancia.
Ojos miopes, bocas que se callan, oídos que se cubren de sordera porque la verdad les falla, una verdad gobernada por líderes perniciosos, asesinos de la razón, también de la democracia.
  

Roberto Soria – Iñaki
Imagen pública.


miércoles, 20 de junio de 2018

Antes de que muera el alma



Recordar el día, aquel cuando recién nos conocimos, era como volver en el tiempo, un tiempo congelado, en donde las caricias esperaban tan lozanas. El carmín en sus labios fue el testigo de los tantos besos que nos dimos. Ahora, sus manos, cerradas, parecía que apretaban esas ganas que la hacían vibrar hasta lograr el clímax del suspiro contenido.
Su melena, cual cascada desbordada, reposaba en la almohadilla de satín, quizá…, entretejiendo sueños, como resistiéndose a quedar confinada en el olvido.
Habían pasado muchos años, tantos, que mis sienes eran blancas, acentuando la experiencia bien o mal acumulada. La miré con profunda devoción, como se mira a la que fuera santa. La memoria traicionó mis emociones; a mi mente llegaron esas luces, enfocadas en los pasos de aquel tango que bailamos en honor de una sentencia no dictada.
No menos de media docena de frases envolví en un soliloquio, palabras que dijimos prometiendo tantas cosas, entre ellas, aquella que al unísono coreamos jubilosos… «Te amaré toda la vida».
Mi concentración se vio interrumpida por la débil voz que me nombraba…
—Habéis venido…, no esperaba menos de ti—, me dijo con dificultad, intentando no toser porque el dolor aceleraba su agonía. Con disimulo, retuve con el dorso de mi mano el par de lágrimas que resbalaban por mi cara. —Cómo faltar a esta cita; en las buenas y en las malas: ¿Lo recuerdas?— Le dije al tiempo que mis dedos intentaban acomodar sobre su pálido rostro la mascarilla del oxigeno que aspiraba con esfuerzo. Un esbozo de sonrisa es lo que obtuve por respuesta.
Me separé de la cama para alcanzar la ventana. Deslicé las cortinas que impedían mirar la luz de la singular mañana.
—¿Te molesta la claridad? De ser así, puedo volver a cerrarlas—. Le dije después de mi torpeza. —No, así está bien—, balbuceó, reforzando su locución con un ligero movimiento de cabeza.
Expuse los pasajes más hermosos que vivimos juntos. Sus pupilas dilatadas bailoteaban lentamente, como buscando enfocar mi silueta para retratar en su memoria aquel reencuentro alguna vez profetizado. Una enfermera me sorprendió ensimismado… —Sólo cinco minutos más, por favor; debemos canalizarla, señor—. Me dijo mientras depositaba su mano sobre mi hombro; acto seguido, salió de la habitación, dándome el tiempo para pronunciar la despedida.
—Acércate —musitó la mujer que conquistó mi vida—, sé que moriré este día, pero mereció la pena. Recibirás una carta, te dirá de mis desdichas, y en el sobre perfumado, sin vestigios del pasado, escribí cuánto te amo. Ahora, puedes marcharte, la cuenta ya está saldada; tengo una cita importante que no puede postergarse. Nos volveremos a ver…, antes de que muera el alma.


Roberto Soria – Iñaki
Imagen pública


jueves, 14 de junio de 2018

El tiempo..., mi tiempo


Cuando deje de escribir, el aliento del tintero habrá escapado para siempre. Sé que llorará mi pluma, porque los espejos no reflejarán las letras, esas que plasmamos juntos a la espera de unos ojos que pudieran ver en lo intangible.
Se marchará conmigo la prosa, los versos. Hablo de mis párrafos, metáforas basadas en las musas que asomaron a través de mi ventana; la del alma.
Dejaré uno de mis folios siendo virgen; en blanco, como muestra fidedigna de que nunca es suficiente para describir los sentimientos. De pensamientos ni hablamos; el complejo misterio de la vida no termina.
Hace mucho que no escribo para mí, a razón de ser sincero no le encuentro algún sentido. Siempre lo hago pensando en el amor, en la naturaleza, en el ser humano, ese personaje que con gran dificultad entiende que, «el amor es la fuerza más sutil y penetrante»; —estas últimas, palabras de Mahatma Gandhi—.
Me dolerá partir… ¡Claro!, por supuesto que me dolerá partir. Mi familia, mis amigos —aquellos que se quedaron, también los que se han marchado—, todo aquello que más quiero desaparecerá cuando lance el último de mis suspiros, todo aquello que me ha sido prestado para disfrutarlo entre colores, incluyendo el blanco y negro.
Dejaré de ver lo bueno y malo en esa lucha interminable por encontrar el camino hacia la felicidad. Quedarán verdades inconclusas disfrazadas de mentiras y viceversa… Vaya pues, qué difícil me resulta el aceptar que debo recibir el boleto del pasaje sin regreso, un boleto que aunque quiera no se puede declinar. Es por eso que mi gratitud no se puede postergar.
Gracias a todos aquellos que han formado parte de mi tiempo; por sus enseñanzas, por los consejos, por todos los instantes que pasamos juntos: ¿Buenos, malos? No es momento para eso, sólo quiero pronunciar anticipadamente… —Les agradezco—.

Roberto Soria - Iñaki

Dos extraños



No soy tu dueño; puedes irte cuando quieras. Las lecciones que aprendimos juntos no se adquieren en la escuela.
Quizá nos preparamos para ser felices; cada uno por su lado. Seremos nuevamente dos extraños, aunque debo confesar que queda un hueco entre la palma de mi mano.
El mirar dispuesto tu equipaje me sacó de mis casillas; quise odiarte.
Maldiciones enturbiaron mi razonamiento, te llevabas lo que tanto esfuerzo me costó por conquistarte.
Pero tuve valor, ¡saqué fuerza del coraje! Me paré frente al espejo, y pude ver lo que sin duda despreciaste. Hoy lo entiendo.
Carezco de solvencia moral para juzgarte. Los defectos sobrepasan mis virtudes, de lo cual..., yo soy culpable.
Mi deseo por tu felicidad sigue latente. Seré el ausente, y las huellas de mis pies me llevarán hacia el olvido; ahora sólo quiero acariciar las grandes cosas que viví contigo.
¡Anda, vete! Porque de quedarte tentaré a la suerte, suplicando un -no te marches-, por mis ganas de quererte. Buena suerte.


Roberto Soria - Iñaki
Imagen pública

Somos viejos



Me gusta verte, con el cabello recogido en esa especie de coleta mal tejida. Sin perfume; impregnada con olores propios que te da la casa.
Adoro cuando riñes, con tu cejo levantado; sin pintura sobre el rostro, con ese viejo delantal que se ciñe a tu cintura.
Y ni hablar de tus caricias, fascinantes, con esas manos que han abandonado la tersura. Nuestros besos son traviesos, envoltura de pasión que se ha perdido con el tiempo, todo a cambio de un amor que se confiesa tierno.
Recibirte en nuestra cama llena de tranquilidad mi pecho; es momento de mirar esas estrellas en tus ojos sin decir una palabra.
Nuestros pies se juntan, se entienden; no hay pudor que los limite por estar desnudos. Nuestras manos juguetean mientras hacen nudos, y el aliento en nuestras bocas..., se mantiene mudo.
Sí, me gusta verte, porque el viejo corazón que late dentro de mi ser no ha dejado de quererte; consciente incluso de que un día llegará la muerte.
Anda, duerme, no sin antes escuchar que me confieso afortunado; por el hecho de tenerte, y al tenerte, comprendí que siempre soñaré a tu lado.


Roberto Soria - Iñaki
Imagen pública

Negra noche


Ella espera, con la vista puesta en esa luz que le dice sin palabras que la libertad está del otro lado de las olas. Agacha la cabeza; los recuerdos llegan a su mente, vestidos de abandono. Una lágrima rueda en su mejilla, tan candente como lava, y al mismo tiempo demasiado fría.
Le acompaña un cofre, un lugar en donde tiene confinado el espejismo que gestó quien dijo amarla, un engaño que se alimentó de la inocencia por tres años, según diagnóstico confirmado por la herida.
—¡Estuve ciega!—, se reprocha, maldiciendo al nuevo Judas, portador de iniquidades, habitante de la negra noche sin estrellas. Las promesas que le hicieron se agazapan en la arena, intentando no ser vistas. De poco sirve, porque la semilla fecundada en la utopía ya otorgó su fruto; un regalo de los dioses.
Sus pensamientos viajan hacia el viejo continente, hogar de sus ancestros. Las preguntas se convierten en cuchillas, lacerando sin piedad sus desbordados sueños.
«¡Libertad!», repite su consciencia, al tiempo que sus bellos ojos se posan en la carne de su carne. —¡Te daré lo que no tuve!—, pronuncia jubilosa. El dorso de su mano se desliza por su frente, intentando acomodarse las ideas.
Mira en todas direcciones, acariciando en la distancia cada sitio que ha pisado en esa jaula sin barrotes, un hogar de muchas almas que deambulan prisioneras.
En la costa mil suspiros se aglomeran, tesoros que reposan abrazados a las rocas del acantilado. El viento los custodia, expectante de las hojas que desprende el calendario.
Gibara la toma entre sus brazos, la besa, le transmite su paciencia, le susurra en el oído que la noche siempre espera para ser tocada por la luz, una luz que no conoce de fronteras.


Con todo mi cariño para mi gran amiga Anne Plaza
Roberto Soria - Iñaki