Recordar el día,
aquel cuando recién nos conocimos, era como volver en el tiempo, un tiempo
congelado, en donde las caricias esperaban tan lozanas. El carmín en sus labios
fue el testigo de los tantos besos que nos dimos. Ahora, sus manos, cerradas, parecía
que apretaban esas ganas que la hacían vibrar hasta lograr el clímax del
suspiro contenido.
Su melena, cual cascada desbordada, reposaba en la almohadilla de satín, quizá…,
entretejiendo sueños, como resistiéndose a quedar confinada en el olvido.
Habían pasado muchos años, tantos,
que mis sienes eran blancas, acentuando la experiencia bien o mal acumulada. La
miré con profunda devoción, como se mira a la que fuera santa. La memoria
traicionó mis emociones; a mi mente llegaron esas luces, enfocadas en los pasos
de aquel tango que bailamos en honor de una sentencia no dictada.
No menos de media docena de frases
envolví en un soliloquio, palabras que dijimos prometiendo tantas cosas, entre
ellas, aquella que al unísono coreamos jubilosos… «Te amaré toda la vida».
Mi concentración se vio interrumpida
por la débil voz que me nombraba…
—Habéis venido…, no esperaba menos de
ti—, me dijo con dificultad, intentando no toser porque el dolor aceleraba su
agonía. Con disimulo, retuve con el dorso de mi mano el par de lágrimas que
resbalaban por mi cara. —Cómo faltar a esta cita; en las buenas y en las malas:
¿Lo recuerdas?— Le dije al tiempo que mis dedos intentaban acomodar sobre su
pálido rostro la mascarilla del oxigeno que aspiraba con esfuerzo. Un esbozo de
sonrisa es lo que obtuve por respuesta.
Me separé de la cama para alcanzar la
ventana. Deslicé las cortinas que impedían mirar la luz de la singular mañana.
—¿Te molesta la claridad? De ser así,
puedo volver a cerrarlas—. Le dije después de mi torpeza. —No, así está bien—,
balbuceó, reforzando su locución con un ligero movimiento de cabeza.
Expuse los pasajes más hermosos que
vivimos juntos. Sus pupilas dilatadas bailoteaban lentamente, como buscando
enfocar mi silueta para retratar en su memoria aquel reencuentro alguna vez
profetizado. Una enfermera me sorprendió ensimismado… —Sólo cinco minutos más,
por favor; debemos canalizarla, señor—. Me dijo mientras depositaba su mano
sobre mi hombro; acto seguido, salió de la habitación, dándome el tiempo para
pronunciar la despedida.
—Acércate —musitó la mujer que
conquistó mi vida—, sé que moriré este día, pero mereció la pena. Recibirás una
carta, te dirá de mis desdichas, y en el sobre perfumado, sin vestigios del
pasado, escribí cuánto te amo. Ahora, puedes marcharte, la cuenta ya está
saldada; tengo una cita importante que no puede postergarse. Nos volveremos a
ver…, antes de que muera el alma.
Roberto Soria – Iñaki
Imagen pública
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