miércoles, 20 de junio de 2018

Antes de que muera el alma



Recordar el día, aquel cuando recién nos conocimos, era como volver en el tiempo, un tiempo congelado, en donde las caricias esperaban tan lozanas. El carmín en sus labios fue el testigo de los tantos besos que nos dimos. Ahora, sus manos, cerradas, parecía que apretaban esas ganas que la hacían vibrar hasta lograr el clímax del suspiro contenido.
Su melena, cual cascada desbordada, reposaba en la almohadilla de satín, quizá…, entretejiendo sueños, como resistiéndose a quedar confinada en el olvido.
Habían pasado muchos años, tantos, que mis sienes eran blancas, acentuando la experiencia bien o mal acumulada. La miré con profunda devoción, como se mira a la que fuera santa. La memoria traicionó mis emociones; a mi mente llegaron esas luces, enfocadas en los pasos de aquel tango que bailamos en honor de una sentencia no dictada.
No menos de media docena de frases envolví en un soliloquio, palabras que dijimos prometiendo tantas cosas, entre ellas, aquella que al unísono coreamos jubilosos… «Te amaré toda la vida».
Mi concentración se vio interrumpida por la débil voz que me nombraba…
—Habéis venido…, no esperaba menos de ti—, me dijo con dificultad, intentando no toser porque el dolor aceleraba su agonía. Con disimulo, retuve con el dorso de mi mano el par de lágrimas que resbalaban por mi cara. —Cómo faltar a esta cita; en las buenas y en las malas: ¿Lo recuerdas?— Le dije al tiempo que mis dedos intentaban acomodar sobre su pálido rostro la mascarilla del oxigeno que aspiraba con esfuerzo. Un esbozo de sonrisa es lo que obtuve por respuesta.
Me separé de la cama para alcanzar la ventana. Deslicé las cortinas que impedían mirar la luz de la singular mañana.
—¿Te molesta la claridad? De ser así, puedo volver a cerrarlas—. Le dije después de mi torpeza. —No, así está bien—, balbuceó, reforzando su locución con un ligero movimiento de cabeza.
Expuse los pasajes más hermosos que vivimos juntos. Sus pupilas dilatadas bailoteaban lentamente, como buscando enfocar mi silueta para retratar en su memoria aquel reencuentro alguna vez profetizado. Una enfermera me sorprendió ensimismado… —Sólo cinco minutos más, por favor; debemos canalizarla, señor—. Me dijo mientras depositaba su mano sobre mi hombro; acto seguido, salió de la habitación, dándome el tiempo para pronunciar la despedida.
—Acércate —musitó la mujer que conquistó mi vida—, sé que moriré este día, pero mereció la pena. Recibirás una carta, te dirá de mis desdichas, y en el sobre perfumado, sin vestigios del pasado, escribí cuánto te amo. Ahora, puedes marcharte, la cuenta ya está saldada; tengo una cita importante que no puede postergarse. Nos volveremos a ver…, antes de que muera el alma.


Roberto Soria – Iñaki
Imagen pública


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