Ella espera, con la vista puesta en
esa luz que le dice sin palabras que la libertad está del otro lado de las
olas. Agacha la cabeza; los recuerdos llegan a su mente, vestidos de abandono.
Una lágrima rueda en su mejilla, tan candente como lava, y al mismo tiempo
demasiado fría.
Le acompaña un cofre, un lugar en
donde tiene confinado el espejismo que gestó quien dijo amarla, un engaño que
se alimentó de la inocencia por tres años, según diagnóstico confirmado por la
herida.
—¡Estuve ciega!—, se reprocha, maldiciendo al nuevo Judas, portador de
iniquidades, habitante de la negra noche sin estrellas. Las promesas que le
hicieron se agazapan en la arena, intentando no ser vistas. De poco sirve,
porque la semilla fecundada en la utopía ya otorgó su fruto; un regalo de los
dioses.
Sus pensamientos viajan hacia el
viejo continente, hogar de sus ancestros. Las preguntas se convierten en
cuchillas, lacerando sin piedad sus desbordados sueños.
«¡Libertad!», repite su consciencia,
al tiempo que sus bellos ojos se posan en la carne de su carne. —¡Te daré lo
que no tuve!—, pronuncia jubilosa. El dorso de su mano se desliza por su
frente, intentando acomodarse las ideas.
Mira en todas direcciones,
acariciando en la distancia cada sitio que ha pisado en esa jaula sin barrotes,
un hogar de muchas almas que deambulan prisioneras.
En la costa mil suspiros se
aglomeran, tesoros que reposan abrazados a las rocas del acantilado. El viento
los custodia, expectante de las hojas que desprende el calendario.
Gibara la toma entre sus brazos, la
besa, le transmite su paciencia, le susurra en el oído que la noche siempre
espera para ser tocada por la luz, una luz que no conoce de fronteras.
Con todo mi cariño para mi gran amiga Anne Plaza
Roberto Soria - Iñaki
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