viernes, 4 de mayo de 2018

El espectador



Noche gélida, vestida de negrura espesa, manto de las calles silenciosas que mis pasos mancillaban. Las farolas titilaban somnolientas, un efecto agonizante similar al de las velas cuando agotan el pabilo. No reconocí el lugar, sin duda el par de copas que ingerí habían sido adulteradas, resultado de beber en ese bar para mí desconocido.
Un pasillo de adoquín sobre la acera me condujo a un callejón que no tenía salida. Las casonas de fachada tétrica se abrazaban entre sí conformando una rotonda en esa zona. En el centro del lugar había una fuente, similar a una bañera circular con remates de cantera.
Un viento singular golpeó mi rostro, me sentí mareado. Mis ojos distinguieron lo pequeño de un recodo entre las fincas. En el fondo se apreciaba una butaca de madera; decidí tumbarme sobre ella, en espera de aclarar mi mente para continuar con mi camino sin mayor problema.
Sobre el brocal de la fuente puede distinguir un grillo, su estridulación sonaba lastimera. —¿Qué pasa, pequeñín?—, le cuestionó mi mente. El silencio lo envolvió ipso facto, por un momento pensé que aquel pequeño insecto había escuchado mi pregunta. Pronto descubrí la razón de su mutismo…
Mis pupilas dilatadas enfocaron la esbeltez de una silueta…, femenina, cuya edad al parecer se acercaba a los 50. Un gran abrigo de lana se ajustaba a su figura, dejando al descubierto sus tacones, y también la gran costura de sus lycras negras.
Ante mi asombro, el grillo se giró para quedar de frente a ella. El compás de mi respiración se había alargado —¡Qué diablos!—, espetó mi mente, palabras que no pude pronunciar por lo que estaba viendo. La mujer se despojó del paletó sin sospechar que mi persona se encontraba en el lugar sin más invitación que mi lamento.
Bragas y sostén haciendo juego con la medias, estampado todo a la famélica estructura de su anatomía. Movimientos de sensualidad dieron comienzo, un ritual que sin lugar a dudas sentenciaba la agonía de un espasmo virginal ya casi muerto.
—Por las horas de implacable sufrimiento que me has dado, vida—, susurró la damisela.
Entró en la fuente, sin importar que la temperatura de sus aguas estuviera en cero grados. Después de acariciar lascivamente su entrepierna, su diestra se introdujo en la abertura que asomaba en la cantera. Una daga fue extraída, la mujer la colocó en su pecho, del lado del corazón, hundiendo sin piedad el filo al tiempo que pronunciaba… —Del dolor me queda todo, del amor no queda nada.


Roberto Soria – Iñaki
Imagen pública








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