Oquedades que pretenden ser llenadas con quimeras, patologías
que se sostienen cual capullo por una fina tela de araña, muchas veces, ostentando
pena ajena.
Escenarios
existentes traspasando las fronteras —cuerdo, o loco—, no lo sé, de todo un
poco.
El viento sopla fuerte, está viciado, muchos químicos en el
ambiente lo mantienen enturbiado, motivo suficiente para hacer un viaje, lejos,
tan lejos como sea posible para no ser alcanzado pero…, algo me retiene, me
sujeta de tal forma que mis manos y mis pies se han anudado.
Al fin logro soltarme, dolorido, mas no por las cadenas que
ciñeron pies y manos, sino por los gritos, esos gritos infrahumanos
provenientes de gargantas fustigadas por el fuete, instrumento que silencia los
reclamos.
Emprendo el viaje, viaje largo. Sobre mi espalda cargo el peso
en la mochila, ¡y vaya que es pesado!, puras cosas mundanales, sostenidas por
tirantes que descansan en mis hombros, tirantes espirituales.
Logro vislumbrar unas montañas, a menos que mis ojos al igual
que muchos otros, me mantengan engañado, conocidas añagazas para confundir a
mis neuronas que reposan dormilonas por el vino y el tabaco.
Cada paso en la subida sirve de comprobación para entender que
no se trata de alucinación alguna. Por fin llego a la cima, palco privilegiado.
Mi vista se decanta por el valle, y mi mente entra en conflicto… —No hagas
caso, es tan sólo un hormiguero, y puedes machacarlo con la palma de tu mano—,
voz que con el eco gubernamental me mantiene anquilosado.
Me tumbo sobre el suelo, huele a tierra. El follaje se menea, la
serpiente venenosa me ha mirado. —No me temas —ella sisea—, que mis genes por
fortuna para ti, no son humanos.
Roberto Soria – Iñaki
Imagen pública
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