Y ahí estaba, expectante, sentado,
como dispuesto para atacar; dudé en pasar junto a él. Lucía flaco, por ende, muy
hambriento. Su pelaje —totalmente negro a excepción de sus cuatro patas— era
sucio, demasiado, engominado por residuos pegajosos. Me observaba, con esos
ojos de mirada inescrutable; sentí temor, lo que me obligó a parar por un
momento y decidir si continuar por esa acera, o bien, cruzar la calle.
Opté por la primera opción;
la lección a recibir estaba escrita. Al pasar junto a él se levantó ipso facto
para abalanzarse sobre mí; por instinto, lancé una patada, golpeando con
certera puntería su hocico, lo que le obligó a recular hasta postrarse en el suelo.
Petrificado por lo acontecido lo miré extrañado. Lamía sus patas delanteras
para después, frotarlas en su cara. Gemía…, lloraba.
Me acerqué hasta él; mi mano
temblorosa acarició su espalda. «Hola, “Botas”», le dije como muestra de
arrepentimiento. Se levantó, bailoteando jubiloso entre mis piernas al tiempo
que movía la cola. Sus orejas gachas se enderezaron con gracia.
—Es huérfano; sus antiguos
dueños se mudaron. Decidieron no llevarlo; desde entonces vaga solo —escuché
decir a mi espalda.
—¿Perdón? —espeté extrañado.
—Disculpe; buenos días. Soy
Francisco, veterinario en el negocio de la esquina.
Después de las salutaciones
acordamos un servicio: Baño, vacuna, una correa y…, alimento, agotando el
efectivo en mi cartera. Después de un par de horas, “Botas”, lucía muy
diferente.
«¡Anda, la casa nos espera; enséñale
al humano!», le dije convencido. No tuve la necesidad de tirar de la correa, por
sí solo caminó a mi lado.
Roberto Soria – Iñaki
Imagen pública