Noche gélida, vestida de
negrura espesa, manto de las calles silenciosas que mis pasos mancillaban. Las
farolas titilaban somnolientas, un efecto agonizante similar al de las velas
cuando agotan el pabilo. No reconocí el lugar, sin duda el par de copas que
ingerí habían sido adulteradas, resultado de beber en ese bar para mí
desconocido.
Un pasillo de adoquín sobre
la acera me condujo a un callejón que no tenía salida. Las casonas de fachada
tétrica se abrazaban entre sí conformando una rotonda en esa zona. En el centro
del lugar había una fuente, similar a una bañera circular con remates de cantera.
Un viento singular golpeó mi
rostro, me sentí mareado. Mis ojos distinguieron lo pequeño de un recodo entre
las fincas. En el fondo se apreciaba una butaca de madera; decidí tumbarme
sobre ella, en espera de aclarar mi mente para continuar con mi camino sin
mayor problema.
Sobre el brocal de la fuente
puede distinguir un grillo, su estridulación sonaba lastimera. —¿Qué pasa,
pequeñín?—, le cuestionó mi mente. El silencio lo envolvió ipso facto, por un
momento pensé que aquel pequeño insecto había escuchado mi pregunta. Pronto
descubrí la razón de su mutismo…
Mis pupilas dilatadas enfocaron
la esbeltez de una silueta…, femenina, cuya edad al parecer se acercaba a los
50. Un gran abrigo de lana se ajustaba a su figura, dejando al descubierto sus
tacones, y también la gran costura de sus lycras negras.
Ante mi asombro, el grillo
se giró para quedar de frente a ella. El compás de mi respiración se había
alargado —¡Qué diablos!—, espetó mi mente, palabras que no pude pronunciar por
lo que estaba viendo. La mujer se despojó del paletó sin sospechar que mi
persona se encontraba en el lugar sin más invitación que mi lamento.
Bragas y sostén haciendo
juego con la medias, estampado todo a la famélica estructura de su anatomía.
Movimientos de sensualidad dieron comienzo, un ritual que sin lugar a dudas sentenciaba
la agonía de un espasmo virginal ya casi muerto.
—Por las horas de implacable
sufrimiento que me has dado, vida—, susurró la damisela.
Entró en la fuente, sin
importar que la temperatura de sus aguas estuviera en cero grados. Después de
acariciar lascivamente su entrepierna, su diestra se introdujo en la abertura
que asomaba en la cantera. Una daga fue extraída, la mujer la colocó en su
pecho, del lado del corazón, hundiendo sin piedad el filo al tiempo que
pronunciaba… —Del dolor me queda todo, del amor no queda nada.
Roberto Soria – Iñaki
Imagen pública