Las manifestaciones sociales, sin excepción,
tienen sus porqués: nada surge de la nada. La muchedumbre se desborda en las
comunidades para clamar por sus derechos humanos, los cuales, han sido
violentados sin ser atendidos en tiempo y forma por las instancias asignadas
para tal efecto.
Ante la incapacidad de los gobiernos por subsanar
dichas arbitrariedades, parte de la sociedad reacciona y actúa: en algunos
casos de manera pacífica, otros (los más) a través de la violencia y el encono.
En un análisis descendente, juzgando solo las formas, el resultado sería, sin
duda, reprobable: se volcarían locuciones como: «La violencia no se soluciona
con violencia», lo cual es cierto, pero: ¿y el fondo? ¿Qué hay de las
necesidades no previstas o ignoradas? ¿Qué sucede con esas multitudes ávidas de
justicia social?, incluidos el respeto y libertad.
Cierto es que, por razones obvias, no se
pueden confeccionar modelos distintos de gobierno para cada segmento de la
sociedad en un mismo país, por lo cual, rige el conveniente, ejercido en un
contexto limitado por la población en cuestión y, acorde a la cultura e intereses
de cada nación: sin embargo, el problema medular estriba no necesariamente en el
modelo político determinado, sino en la demagogia, en el incumplimiento de las
leyes diseñadas para garantizar, en la medida de lo posible, la justicia y el
progreso, sin olvidar la seguridad individual y colectiva, así como los temas
inherentes a la salud, la educación y las oportunidades de empleo.
La mayoría de los gobiernos no están
interesados en el bienestar de sus pueblos: buscan con afán el poder y la
sumisión de los ciudadanos: la ignorancia es para ellos el escenario perfecto
para imponer sus propias leyes y preceptos a través de las simulaciones, de sus
argucias, sin importar que se pierdan vidas en su afán de ser electos.
Roberto Soria – Iñaki
Imagen pública