Entramos al apartamento: la lluvia torrencial
dejaba tras de sí una estela de relámpagos y truenos. Mi gato tiritaba por el
frío, también por miedo. Echado en el sofá nos observó en silencio, moviendo su
nariz para olfatear a la mujer que se paraba frente a él con el abrigo en mano.
—Hola, pequeño. No te asustes: soy amiga de
tu dueño —cuchicheó con voz melosa.
—Se llama Nikolái —intervine mientras ofrecí
las toallas que cogí del baño—: es muy noble, además de aseado y obediente.
—Lo creo: pero… ¿puedo? —dijo, refiriéndose
al vestido que llevaba puesto. Asentí con la cabeza y me giré para dejarle a
solas.
—No te vayas: puedo hacerlo en tu presencia.
El pudor se ha congelado al caminar sobre la acera: ya sabes, después de
descender de tu automóvil y correr como dementes.
—Aun así debo marcharme. Yo también me mudaré
de ropa. ¿Te apetece un té?
—Sí: muchas gracias. Si tienes un coñac te lo
agradecería. Es bueno para prevenir resfriados: al menos eso dicen.
Me retiré sin prisa, sonriendo, queriendo
prolongar esos instantes de sensualidad inesperados. Marta tarareaba una
canción de moda mientras yo, desde la cocina, atisbaba embelesado la silueta de
su cuerpo. Antes de ese día, ella y yo nos vimos hace ya tres años. Tres años
de ausencia, de no saber uno del otro, de conservar en mi consciencia el gran
amor que abandonamos por temor al qué dirán por la inminente diferencia de
edades: quince abriles marcan un abismo colosal entre nosotros, pero hoy,
después de tanto tiempo, el destino se empeñaba en ponernos frente a frente:
esta vez, quizás, para comenzar de nuevo y perpetuar lo que dejamos inconcluso.
Dejé las bebidas en la mesa del salón y,
desnudo, encaminé mis pasos frente a ella. Sobraban las palabras. Nikolái se
puso en pie, mirando por la ventana: una gata lo esperaba en el tejado.
Roberto Soria – Iñaki
Imagen pública
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