Cuando deje de escribir,
el aliento del tintero habrá escapado para siempre. Sé que llorará mi pluma,
porque los espejos no reflejarán las letras, esas que plasmamos juntos a la
espera de unos ojos que pudieran ver en lo intangible.
Se marchará conmigo la prosa, los versos. Hablo de mis párrafos,
metáforas basadas en las musas que asomaron a través de mi ventana; la del
alma.
Dejaré uno de mis folios siendo virgen; en blanco, como muestra
fidedigna de que nunca es suficiente para describir los sentimientos. De
pensamientos ni hablamos; el complejo misterio de la vida no termina.
Hace mucho que no escribo para mí, a razón de ser sincero no le
encuentro algún sentido. Siempre lo hago pensando en el amor, en la naturaleza,
en el ser humano, ese personaje que con gran dificultad entiende que, «el amor
es la fuerza más sutil y penetrante»; —estas últimas, palabras de Mahatma
Gandhi—.
Me dolerá partir… ¡Claro!, por supuesto que me dolerá partir. Mi
familia, mis amigos —aquellos que se quedaron, también los que se han
marchado—, todo aquello que más quiero desaparecerá cuando lance el último de
mis suspiros, todo aquello que me ha sido prestado para disfrutarlo entre
colores, incluyendo el blanco y negro.
Dejaré de ver lo bueno y malo en esa lucha interminable por
encontrar el camino hacia la felicidad. Quedarán verdades inconclusas
disfrazadas de mentiras y viceversa… Vaya pues, qué difícil me resulta el
aceptar que debo recibir el boleto del pasaje sin regreso, un boleto que aunque
quiera no se puede declinar. Es por eso que mi gratitud no se puede postergar.
Gracias a todos aquellos que han formado parte de mi tiempo; por
sus enseñanzas, por los consejos, por todos los instantes que pasamos juntos:
¿Buenos, malos? No es momento para eso, sólo quiero pronunciar anticipadamente…
—Les agradezco—.
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