Fuimos velas de un pabilo resistente,
encendidas en lo negro de una noche sin estrellas.
Recuerdo con placer tus desvaríos.
¡Mientras mis manos toqueteaban tus pezones!, hablabas de Neruda. Yo
correspondí a los versos con parodias golondrinas emulando a Bécquer.
En el mejor de tus orgasmos
decretaste que jamás te irías, ¡porque nuestros lazos eran un atado resistente!,
muy difícil de romper; incluso por la muerte.
Creí en tu prosa, y me bebí tus
utopías del etéreo manantial estacionado en el desierto perenne que se mantiene
ardiente.
En ese clímax otoñal nuestras almas
se juntaron; «Esto no es sexo», manifestaste
convencida, ¡y yo te di lo mejor que había guardado en la valija de mi vida! Te
veías enamorada, acariciando los peldaños que conducen a la gloria…, almacenando
tu silueta en mi memoria.
Tu desnudez era perfecta,
anquilosando mis deseos por mantenerte presa; pero mi jaula estaba abierta, y
un viejo desamor se te acercó para guiñar un ojo.
¡Te fuiste!, como se marcha la
penumbra al comenzar un nuevo día, dejando mi querer en bancarrota… Ahora que
volviste me suplicas que te bese, y que remiende con caricias los jirones de
tus alas rotas.
¡Vete! Por favor, ya no me sigas,
porque de hacerlo morderé del fruto que me ofrece sin querer, el dulce amargo
de tu pretendida boca.
Imagen pública
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