viernes, 21 de septiembre de 2018

9 días con el abuelo



Un fragmento de mi novela: 9 días con el abuelo.


Barcelona, España.


Dames i cavallers; bona tarda. Siguin tots benvinguts: Damas y caballeros; buenas tardes. Seáis todos bienvenidos... Rodrigo, os pregunto: ¿Tenéis alguna duda sobre el protocolo que deberéis seguir ante los sinodales?
—No, señor decano; entiendo a la perfección el procedimiento.
—Bien. Antes de dar inicio al acto que nos ocupa, hago de vuestro conocimiento que los miembros del jurado hemos deliberado sobre la sustentabilidad de su tesis. Debo deciros que el nombre que decidió asignarle nos sorprendió en un principio, lo mismo que el contenido; no obstante, conforme fuimos leyendo comprendimos muchas cosas: Un evento sui géneris, señor Rodrigo, lo reconocemos; muy original.
El tema central es —sin duda— un mensaje extraordinario si tenemos en cuenta lo complicado que resulta hoy en día el preservar los lazos familiares. Es un legado digno —según nuestro juicio— para las generaciones actuales y futuras.
 Quiero pediros por favor a todos los presentes que pongáis en silencio vuestros teléfonos móviles… Ahora, señor Rodrigo, sin más preámbulo, escuchemos con atención y en absoluto silencio su participación, así que, adelante.
—Muchas gracias:
Señor rector; señores sinodales miembros del jurado; a todos los asistentes. Antes que nada deseo agradecer por estar aquí. En un acto de total honestidad debo decir que lo que escucharán nació hace apenas unas cuantas semanas atrás; es decir, mi tesis no fue planeada. Germinó de mis entrañas en un momento singular que jamás olvidaré; sin párrafos prefabricados o extraídos del internet. Detrás de cada minuto que dediqué en esta labor se encuentran desvelos, ayunos, y por supuesto, sorpresas, muchas sorpresas que modificaron el derrotero que yo mismo había vislumbrado para llegar hasta este pódium. Para todos ustedes y, a mucha honra, me permito exponer algunos fragmentos de una labor realizada en campo: “Nueve días con el abuelo”.

Todos los presentes aplaudieron. Yo, me encontraba parado frente a ellos, ataviado con esa indumentaria atípica, antigua —para muchos extravagante— que yo mismo había decidido lucir en ese día tan especial para mí; con mi cabello engominado. Una cadena —oscilando sutilmente— brillaba por encima de mi muslo izquierdo. El broche se sujetaba a la presilla de mi holgado pantalón de pliegues, mientras que, el otro extremo, descansaba en el interior del bolsillo de mi chaleco semi cubierto por la chaqueta que me abrigaba esa tarde.
Después de introducir mi dedo índice entre el corbatín y mi cuello para aflojar un poco la atadura, tragué agua de la botella que se hallaba en la mesilla junto al mueble que sostendría mi epítome. Necesitaba humectar mi garganta porque deseaba que mi voz fuera clara, transparente, y con ello, lograr transmitir el fiel reflejo de lo que mis ojos mirarían en ese “tesoro” que yo traía entre las manos.
Deposité mi libro sobre el atril de lecturas y eché un vistazo hacia las butacas; la sala estaba llena. En primera fila se encontraba mi familia. Mi madre —asida a la mano de mi padre— secaba sus ojos con un pañuelo desechable. Él, me miraba con orgullo, lleno de satisfacción mientras llevaba su diestra a la altura de su corazón en señal de afecto; le sonreí. Su felicidad estaba más que justificada; yo —su hijo primogénito—, había logrado concluir mi carrera profesional con éxito.
Mis hermanos estaban atentos; sin parpadear, intrigados y sin sospechar que lo que escucharían ese día cambiaría para siempre su forma de mirar la vida.
Mis compañeros de clase comenzaron a aplaudir. Me ruboricé; no me consideraba un orador experto, pero mi entusiasmo —sin opción— debía superar de inmediato mi pánico escénico. No faltó quién arengara estimulando mi comienzo:
—¡Som-hi, Rodrigo, que tu pots!— Exclamó Josep, mi maestro de filosofía, el primero en conocer el contenido de mi tesis, quien gracias a su asesoramiento pude darle forma al manuscrito que sirvió para plasmar los pasajes de la vida de mi abuelo y al mismo tiempo, sazonar mis emociones.
Madurar como persona no es una labor sencilla, y aunque parezca mentira —no obstante nuestros genes— todos necesitamos un modelo a seguir para definir nuestro camino, esa ruta que nos pone a prueba cada día para medir la resiliencia, para saber de qué somos merecedores, incluso, para estimular la inteligencia y con ello, generar iniciativas para abrirnos paso entre la multitud que representa a una sociedad en decadencia.
«Con pasos firmes y con buena voluntad se llega a la meta codiciada», palabras de mi abuelo, quien sin pensarlo —en un lapso de tiempo muy corto— me había otorgado las mejores lecciones que se pueden recibir. Miré hacia el techo; mis ojos buscaban ese rostro marchito, con esa sonrisa peculiar que lo caracterizaba.
Los aplausos cesaron; el momento del “honor a su memoria” había llegado. Aspiré hondo para después exhalar, y con ello, dar inicio a la lectura:
«¿Y tu historia, abuelo?; ¿quién la contará cuando te vayas? Déjame abrazarte una vez más que tengo miedo de tu ausencia.» Pronuncié con gallardía.



Roberto Soria - Iñaki
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