Las huellas que han quedado guardan polvo. Las obras sin color se desvanecen.
La vista se nubla, el humo de las bombas se ha adherido a las pestañas. Un niño
llora al ver que de su madre sólo quedan restos esparcidos por el suelo.
Las abejas vuelan sin consuelo; las flores han guardado sus pistilos. El
cielo es negro, una plaga de langostas lo ha cubierto. Son hordas asesinas de
ilusiones, y de mujeres que al nacer fueron cubiertas con el velo deshilado del
flagrante miedo…
Las nuevas generaciones —indelebles— visten piel de lobo; al unísono se escuchan
sus aullidos: —¡LIBERTAD!—, pero el viento de la esclavitud se lleva sus
palabras.
El poderoso se crece; lo mediático le arranca una sonrisa mientras el modisto
le diseña el traje oscuro que servirá para simular fingidas penas. Muchos niños
le harán la pasarela; enjaulados, lejos de sus padres, quienes serán utilizados
para construir un muro kilométrico.
La ironía se respira en el ambiente; se escucha fuerte el anunciante
eco:
—Muerte, muerte…, muerte. Las montañas son testigos de los hechos; la
ignominia vence, la insensibilidad se esparce, el agua cristalina de los mares
enmohece.
Me despierto horrorizado ¡Un clérigo se sirve de un infante…! Lo ha sodomizado.
—¡Maldito perro!—, le grito en un intento por frenarlo; pero mi voz se
pierde, ha sido secuestrada por el viejo vendedor de lo inhumano. Quiero
escapar, pero las cadenas se ciñen a mis pies y manos.
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