viernes, 14 de septiembre de 2018

Los pasos se detienen; el alma muere


Las huellas que han quedado guardan polvo. Las obras sin color se desvanecen. La vista se nubla, el humo de las bombas se ha adherido a las pestañas. Un niño llora al ver que de su madre sólo quedan restos esparcidos por el suelo.
Las abejas vuelan sin consuelo; las flores han guardado sus pistilos. El cielo es negro, una plaga de langostas lo ha cubierto. Son hordas asesinas de ilusiones, y de mujeres que al nacer fueron cubiertas con el velo deshilado del flagrante miedo…
Las nuevas generaciones —indelebles— visten piel de lobo; al unísono se escuchan sus aullidos: —¡LIBERTAD!—, pero el viento de la esclavitud se lleva sus palabras.
El poderoso se crece; lo mediático le arranca una sonrisa mientras el modisto le diseña el traje oscuro que servirá para simular fingidas penas. Muchos niños le harán la pasarela; enjaulados, lejos de sus padres, quienes serán utilizados para construir un muro kilométrico.
La ironía se respira en el ambiente; se escucha fuerte el anunciante eco:
—Muerte, muerte…, muerte. Las montañas son testigos de los hechos; la ignominia vence, la insensibilidad se esparce, el agua cristalina de los mares enmohece.
Me despierto horrorizado ¡Un clérigo se sirve de un infante…! Lo ha sodomizado.
—¡Maldito perro!—, le grito en un intento por frenarlo; pero mi voz se pierde, ha sido secuestrada por el viejo vendedor de lo inhumano. Quiero escapar, pero las cadenas se ciñen a mis pies y manos.


Roberto Soria – Iñaki.

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