Hoy la miré de nuevo… Esta
vez con sus tacones negros. Sus 50 le hacen ver esplendorosa. Su falda ya no es
corta como antaño, y su escote —esta vez— me permite ver sólo recuerdos. Su
melena alborotada luce canas; el maquillaje de la cara se ha ausentado. Su
sonrisa es franca, dibujada por la exquisitez de sus delgados labios.
Sonrío en la distancia, pues
el grácil contoneo de sus caderas me transporta hacia el pasado: «¿Recuerdas mis caricias afelpadas?», pregunta
sin sonido que se abraza al viento en un intento por llegar a sus oídos. Ella
gira la cabeza rumbo al norte; mis manos tiemblan, acariciando el cofre que aún
conserva aquel adiós sin despedida.
La quise tanto, que no dudé
cuando dispuse de mi vida:
—Lo lamento mucho; su
afección cardiaca la tiene sentenciada. Es cuestión de días, cuando mucho unas
semanas —me había dicho el especialista.
Recuerdo el día: La llamada
de “advertencia” fue perfectamente
calculada. El galeno refutaba la noticia: «No
discuta conmigo, doctor; mi decisión está tomada.» Sin más preámbulo colgué
el auricular.
Sobre mi almohada, una nota
decretaba: «Vive feliz; mi corazón te pertenece.»
Después de ingerir el contenido de aquel frasco los paramédicos llegaron ipso
facto. El procedimiento de resucitación se confirmó no necesario.
Desde entonces, ella viene
al malecón, lugar donde los besos se bebieron nuestras ansias. Sus ojos
brillan; ella sabe que mi amor se mece en el vaivén de aquellas olas, y el eco
del acantilado reproduce sin cesar: «Aquí
te espero.»
Roberto Soria – Iñaki
Imagen pública
No hay comentarios:
Publicar un comentario