(…) Las
mañanas en mi vida desaparecieron para dar comienzo a la penumbra. Mi madre
sollozaba junto a mí; bisbiseaba un centenar de dudas, acompañadas cada una de “los porqués” interminables. Las
ligaduras que me ataban a la cama fueron retiradas; la medicación que me
suministraban me mantenía en estado catatónico; pasiva, aletargada…, perdida en
mi submundo.
Mi
cabeza se volvió una “olla”; hogar de
voces incoherentes que pugnaban por ganar una batalla. Bajé mucho de peso; no
supe cómo fue, pero el control de mis esfínteres se había extraviado, lo que me
valió adoptar la suciedad que me cubría como la cloaca maloliente en el traspatio
de la casa.
—¡Otra
vez estás cagada…? ¡Perra!; ¡eres un residuo pestilente!, ¡pura mierda!
Deberías morirte: ¡LOCA! Eso eres... ¡Una LOCA! —increpaba el enfermero sanitario.
Baldes
de agua fría con jabonadura recibía mi cuerpo, acompañados de una friega con “cepillo” para retirar las heces de mi
lánguida epidermis; labor que se volvió rutina como el preámbulo que me anunciaba
la visita de mi madre.
La
palabra “demente” se volvió un
estigma, al punto tal que lo llegué a considerar mi nombre. Sin motivos
aparentes me reía, actitud que disfrutaba el enfermero cuando penetraba mi vagina
en desenfreno, quien al término de su satisfacción se sacudía el enorme pene en
mis desnudos pechos.
—Gracias,
puta; ahora te daré tu premio —pronunciaba al tiempo que extraía del frasco las
pastillas que me harían dormir profundamente.
Mi
norte se perdió; las hojas en el calendario se volvieron mudas, sordas e indolentes.
Los recuerdos en mi mente desfilaban en desorden; algunos, evasivos, como
pretendiendo escapar a mi memoria para no ser sentenciados por el tribunal que
defiende la justicia. Evoqué la bochornosa escena de mi primo follándome
salvajemente; lo justifiqué basada en la inconsciencia, atribuyendo su maléfica
actitud a los estragos que produce el puñetero vino.
Continuará…
Roberto Soria – Iñaki
Imagen pública
No hay comentarios:
Publicar un comentario