Decidida estaba; la muerte sería el remedio para terminar con las
cadenas que laceraban sin piedad mi cuerpo. Hablando con mis recuerdos hice
miles de reproches hacia el tiempo, un tiempo lerdo, pero afilado como la
cuchilla de la hoz que mi padre utilizaba para segar los verdes campos que
bordeaban nuestra casa… Campos malditos, testigos mudos de la deshonra que
sufrí cuando cumplí los quince. Maldije los momentos de fatalidad que me
asediaron, mancillando sin piedad mis ilusiones.
Mi primo, en aquel entonces, celebraba su cumpleaños número veintiuno.
Andaba ebrio, dando tumbos y lanzando pestes en contra de la novia que lo sumergió
en el abandono. Su mirada era de fuego; abrasadora, asfixiante, capaz de
derretir cualquier bravura. Sentí mucho temor, tanto, que instintivamente me
aparté de su camino; demasiado tarde, él, me había visto…
—¡Epa! ¡A dónde vas con tanta prisa? —Espetó iracundo.
—Voy a casa; vengo del colegio. Mis padres esperan mi llegada —respondí
entre bisbiseos.
Se acercó hasta mí. Yo, anquilosada, apreté mis libros contra el pecho;
acto endeble, pues de un solo manotazo él, mandó hacia el suelo mis escudos de
defensa. Me cogió con brusquedad de mis desnudos hombros, atenazándolos sin importar
lo frágil de mi complexión delgada. Su aliento me quemaba la respiración,
calcinando mis palabras y petrificando con su ardor mis ignorados ruegos. Nada
pude hacer para evitar el acto cruel que se gestara en las inmediaciones de la
siembra.
Mis gritos fueron acallados con un par de bofetadas que minaron mis sentidos…
Me desgarró la ropa; ¡me succionó los pechos! ¡Sus largos dedos exploraban con
lascivia mi entrepierna…! Un golpe en el mentón me derrumbó en la hierba; no
supe más, la realidad había escapado a mi consciente.
Minutos sempiternos; cuando pude reaccionar, él, se abotonaba la camisa.
—¡Cuidado con decirle esto a alguien! Lo pagarías muy caro; ¡golfa!, ¡zorra!
—me dijo amenazante; después, se retiró escupiéndome a la cara.
Continuará…
Roberto Soria – Iñaki
Imagen pública
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