(...) El inexorable paso del
tiempo registraba mi desdicha. Mi madre dejó de visitarme por espacio de dos
semanas; mi querido padre, había fallecido. Una luz en mi consciencia me
arrancó una lágrima; mi guía, el ser que me había dado la vida ya no estaba más
entre nosotras: «Echaré de menos tantas cosas que dijiste, papá»; pronuncié en
mi soliloquio.
Los meses transcurrían. Por
fortuna para mí, el enfermero sanitario que abusaba de mi desvalido cuerpo ya
no estaba; había sido trasladado a otra provincia, según pude escuchar decir a
los empleados: Un problema menos en mi vida.
La evaluación mensual que los
especialistas llevaban a cabo para determinar mi evolución se presentaba:
Analíticas, indagatorias e interrogatorios no se hicieron esperar. Jornada
larga para no variar; los resultados habían dejado de imporptarme. Siempre era lo
mismo; ajuste en las dosis de las medicaciones; variaciones en las dietas;
recomendaciones y, la eterna promesa de que pronto dejaría el maldito nosocomio.
Ese día fue diferente; mi madre fue citada para recibir el parte médico.
—Muy bien; el diagnóstico emitido
por mis colegas es halagüeño —nos
informaba el jefe de los servicios psiquiátricos—. Hemos decidido darle a su
hija la alta médica; aunque debo decir que será bajo supervisión. Los fármacos que
ingerirá son controlados. Uno de nuestros trabajadores sociales les visitará en
su domicilio; será cada semana. Es un protocolo para…
Dejé de escuchar los
comentarios que mi madre recibía. No sé si sentí alegría por obtener la libertad;
mi mente estaba ocupada por una fijación perturbadora, la de matar a mi primo.
Sería una muerte lenta; así lo sugirió mi sueño. El instrumento a utilizar
sería la hoz; larga y afilada, segadora de cosechas en los campos de mi padre.
Lo ataré en el granero, no sin antes seducirlo con engaños; después —estando
desnudo— cortaré de tajo su salvaje masculinidad. Lo veré desangrarse, aullando
como perro; suplicando que lo mate.
Roberto Soria – Iñaki
Imagen pública
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