(…) Desde aquel día, en el
que mi orgullo y dignidad sufrieron la ignominia, perdí toda cordura. Las
pesadillas se adueñaron de mis noches, así como lo hicieron los temores en mis
turbulentos días.
Deseaba contarle lo sucedido
a mi madre, mas dudaba. Ella, mujer madura y de carácter fuerte, se ocupaba
todo el tiempo de mi padre; un hombre enfermo, desgastado por las duras
jornadas laborales en el campo. Dos años atrás, una embolia cerebral lo había
postrado en una cama, así que; ¿merecía la pena agregar una mortificación más a
la pesarosa situación de mi familia?
Con el correr de los días me
di cuenta que mi primo me esquivaba. Dejó de visitarnos como antaño: ¿Culpa?,
no lo sé; pero era mejor así, porque de tenerlo cerca de mí le habría escupido
a la cara, de la misma forma como él lo hizo cuando mancilló mi honra.
Tiempo después, la secuela
irreversible me pasó una gran factura; mi lucidez languidecía, condenando mi
razón a la vesania. El suicidio se asomaba por mi puerta; sin más preámbulo, acepté
su invitación. Una tarde, mi madre había ido a por las compras en el pueblo,
así que, decidida, cogí el frasco de la medicación que le suministraban a mi
padre… Una treintena de píldoras clamaban por salir del recipiente para recorrer
mi esófago; el destino final sería mi estomago. No supe más; cuando desperté me
miré en el nosocomio. Mis ojos hurgaban en todas direcciones; quise moverme,
mas no pude. Unas ligaduras se encontraban ceñidas a mis cuatro extremidades atándome
a la cama…
—¡Auxilio! ¡Ayuda! ¡Sáquenme
de aquí! ¡Ayuda! —gritaba con las pocas fuerzas que tenía, sin entender lo que
pasaba porque descolocada me sentía.
Un enfermero sanitario se
acercó para infiltrarme una sustancia en mi antebrazo izquierdo. Quise preguntarle
tantas cosas; no tuve la oportunidad, la medicación hacia su efecto.
Continuará…
Roberto Soria – Iñaki
Imagen pública
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