sábado, 7 de abril de 2018

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Suspiros agonizando; hombres y mujeres deambulando por praderas más que secas. Los infantes ya no lloran, ni siquiera se lamentan. El color de la piel es un letrero, y el aspecto físico resalta sobre el noble sentimiento.
Me estaciono en una nube; quiero huir de la vesania. Las humaredas de rencor no me impiden ver la realidad que nos aqueja. De las sombras puedo oler lo putrefacto. Transpiración de mandatarios sometiendo a las naciones en pobreza extrema. Megalómanos con palas en las manos, intentando levantar sus muros; asegurando que con eso detendrán la migración de las almas que en su tierra las mantiene presas.
De las aves analizo su volar extraño, realizando mil piruetas en el aire por demás contaminado, semejantes a los zombis que se mueven motivados por las drogas.
Maratones sempiternos; unos corren tras los otros que se saben correteados. En las grutas de la tierra se presenta el eco. —¡No hay escapatoria!— Le replica el enturbiado viento mientras sopla. Intento disipar los grandes nublos, esos que le impiden a la luz del astro rey cumplir su reto, mientras la impoluta luna se desborda en llanto ante el fallido intento.
Los letreros de —salvemos al planeta— se derriten, incendiados por la llama del candente ego. Los misóginos se abrazan celebrando que “una más” ha dejado en una fosa sus recuerdos. Las fronteras intangibles se convierten en guaridas asfixiantes, sentenciando a los viajeros a pagar el precio; en algunos casos es con sexo…, en algunos otros soportando la embestida de la bestia que traspasa el organismo con cuchillas de dolor de extremo a extremo.
Un espacio clandestino se delata: El averno. Ese sitio en que los órganos humanos tienen precio; sin desprecio para manos indolentes que se visten con atuendos de inminentes cirujanos.
Vivo o muerto; un cliché que se corona en lo inhumano. Unos gritan de felicidad, ostentando en sus vitrinas el valor de lo mundano. Otros sufren la humillante soledad; soñadores mendigando caridad, para llevar las migajas del ansiado pan hasta su mano.



Roberto Soria – Iñaki
Arte de Oswaldo Guayasamín

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