Con las alas rotas emprendió su lastimero vuelo. Era tiempo de mirar
hacia adelante, de vibrar con el dinero, de sepultar un cúmulo de anécdotas
grabadas en lo terso de su piel y, por supuesto, en los pocos megabytes que
alojaba en su memoria.
Echó un vistazo en torno de la vieja verja; centinela del psiquiátrico.
Las compuertas de sus lagrimales no pudieron contener el llanto; raudales de
recuerdos se anegaban en los bordes de sus ojos… Miró sus antebrazos; los vestigios
de las hipodérmicas no se habían desvanecido. Y qué decir de sus muñecas, delineadas
en tonalidades de color azul intenso; huellas de cordeles que le ataban al camastro secular;
bien lo recuerdo.
Sus manos temblorosas sujetaban el diagnóstico del médico: «Esquizofrenia
Paranoide». Difícil de creer, pero la cruda realidad se presentaba sin piedad
haciendo añicos su ensanchado ego. La inconsciencia de sus actos era un burdo
manifiesto; palabras al azar —¡Yo no quise causar daño! ¡Fue la puta enfermedad…!
¡Yo no puedo ver lo que otros ven en el espejo!—: justificaciones que pugnaban
en el centro de su ser haciendo eco.
Tras de sí, dejaba un ejemplar de la desgracia…, su compañero. ¿Hombre
malo, bueno? Yo quién soy para juzgar; solo intento presentar una triste realidad en
blanco y negro.
Título de la imagen:
Los locos, locos retratos de
Gericault.
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