«Ojalá pudiese dar y
expresar tanto que encierro», palabras que se vuelcan en un grito, exclamación agónica
que se desgrana en un intento por llegar a los oídos sordos de la multitud
circunvecina.
Mis manos —por momentos
torpes— se deslizan con dificultad sobre el teclado del ordenador portátil,
haciendo malabares en el ir y venir del pensamiento. Mi mente se defiende en
una lucha insostenible, pugna que se afianza en un cuestionamiento histórico: “Ser,
o no ser; ese es el dilema”, indecisión y duda. Qué difícil me resulta caminar
sobre la cuerda floja; el temor a caerme es asfixiante. A veces me pregunto si
nacer valió la pena, pero la respuesta es muda.
Me miro en el espejo, y el reflejo que
proyecta no es el mío: ¿Acaso el tiempo se robó mi imagen? Pregunta sin sentido
porque sé que estoy ahí, sumergida en un abismo existencial que me atormenta.
El borde en la cornisa se fragmenta entre mis dedos, sentenciando un desenlace
mórbido, ajeno a mi endeble voluntad tan quebradiza.
Mi desvelo se ha vuelto una
constante; mi sueño intermitente es escapista. La voz de “Pepe grillo” es un
taladro perforando mis sentidos. «¡Camina! ¡No vayas tan deprisa!», me repite hasta
el cansancio; pero mis acciones son veloces, indomables cual corcel que habita
solitario en la pradera.
Mi autoestima es hojarasca seca,
repelente a la felicidad que me desdeña. Soy como la oruga anquilosada, reteniendo
las alas que se gestan para coronar mi espalda; crisálida con ganas de volar,
sin importar que las alturas amenacen la fragilidad que constituye mi organismo.
Sé que debo continuar,
conclusión que me dejó el debate con la muerte. Partir en esta condición sería
una pena; claudicar me pone de rodillas, así que, si ser vencida por el
adversario es mi destino, será de pie, como el roble que se muestra erguido,
porque quiero descifrar ese “porqué” de haber nacido.
Roberto Soria – Iñaki
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