Mis ojos descubrieron —como a muchas otras— a una mujer llorando
a mares. La reconocí con gran dificultad; con su mirada ausente, cabizbaja. Su
melena ya no luce tinte como antes, lo que deja ver sus canas. No supe qué
decir; mis pensamientos me llevaron al pasado, un tiempo en el que ella
disfrutaba del amor a manos llenas.
Me senté a su lado, no sin antes intentar poner en orden las palabras
que diría. Lo que menos pretendía era presentarle compasión, mucho menos ironía. Toqué su hombro…
—Hola: ¿Cómo estás? —le pregunté con gran ternura, al tiempo que
depositaba un beso en su pálida mejilla.
—¡Hola, Roberto! Vaya sorpresa me has dado; no pensé que te
vería.
—La vida es como la rueda de la fortuna... Felicitaciones en el
día de la mujer; por cierto.
—¿Felicitaciones? No hay motivos para celebrar; al menos no para
mí. Mis ilusiones se murieron hace tiempo. Ni siquiera los recuerdos me acompañan;
también partieron.
Me contó de su desdicha, con esa vocecilla casi imperceptible
que brotaba de su boca.
—Las malas decisiones me han ganado la partida —me dijo entre sollozos—
La vida se me escapa. Mi cumpleaños número cincuenta ya está cerca; no sé si llegaré
a la fecha. ¿Sabes? Mi tintero se ha secado; ya no escribo. La inspiración que
tenía se ha ausentado al igual que mis amigos. Ya no me miro al espejo; dejé de
hacerlo porque el cruel reflejo me mostró la triste realidad de mi agonía…, lo
sé, lo sé, por culpa mía.
Le invité a un café, mas no aceptó. Se levantó diciendo que
tenía una cita; no la cuestioné. Su labial se registró en mi frente, y una
mueca que intentaba parecer una sonrisa se pintó en su cara; después, pronunció
la despedida. Me quedé parado, observando su lánguida silueta desaparecer entre
la gente: «No todos pueden festejar un
día como este»; musité con gran tristeza.
Roberto Soria – Iñaki
Imagen pública
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