Miro hacia atrás; la ruta a mis espaldas es muy larga y escabrosa. Luces
y sombras abarrotan los escenarios coloridos a los cuales he asistido. A veces
pienso que ya todo está dicho para mí, incluso hecho; pero la famosa «luz al
final del túnel» todavía no se vislumbra.
Muchos de mis familiares han partido, así como algunos amigos. Sus recuerdos
en mi mente siguen vivos; motores que me alientan a escribir. Historias
infinitas danzan en mi mente, ataviadas de sui géneris indumentarias hiladas de
sabiduría.
En el recuento de vivencias el resultado del balance se decanta a mi favor…
Mi conclusión es categórica: —Te debo, vida—, al tiempo que miro mis raídos
bolsillos; vacíos y, paradójicamente, llenos de agujeros, oquedades por las
cuales se han colado los suspiros, las ironías, los amoríos.
El dolor en mis rodillas se acrecienta, consecuencia de las múltiples
caídas; las veo, llenas de cicatrices que hablan, que gimen, que no obstante
estar cerradas…, sangran.
Por las tardes miro mi tintero, agotado: —¿Es lo último que escribo?—,
le pregunto. No responde; me recuesto, me duermo, y a la mañana siguiente, mi
tintero ya está lleno. Luego entonces le sonrío, comprendiendo que la danzarina
pluma —cómplice de mis recuerdos— espera en mi pequeña mesa de trabajo para delinear
los textos, esos trozos de mi alma que se plasman insurrectos para ser leídos,
y por qué no, muchas veces…, un tanto cuanto incomprendidos.
Observo indagatorio entre la fila de los cuerpos, entes deambulando que
dan tumbos sobre piedras que complican el andar del peregrino; la mayoría, con
la mirada extraviada, y en algunos, cristalina, como deben ser las almas. Sus
devaneos y experiencias se registran en mi mente; describo sus perfiles, como
si me hubiese sido endosado el singular legajo de sus vidas. Qué ironía, porque
detallo como copia fiel la historia del que miro, y me siento incapaz de
redactar la mía.
Roberto Soria – Iñaki
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