«Los botones de tu
blusa se han vencido; la invitación es franca.» Así lo dije sin dudar aquella
tarde en donde el mar se había dormido. Recuerdo que miré su escote; mis
pensamientos se quemaban en la hoguera. De su nombre no me acuerdo, solo sé que
la besé por vez primera.
Caminamos sobre el
puerto; la necesidad de las presentaciones era escasa. Nuestros ojos se habían
visto un centenar de veces; normalmente por las tardes, hasta
que —esa noche—, nuestros miedos se bebieron las estrellas.
La recuerdo así, lo mismo que a la
luna, quien de forma singular nos alumbraba el camino entre la bruma. La barra
de aquel bar sirvió como testigo; poco y nada por hablar, mi suspiro y la
fragancia de su cuerpo angelical se habían fundido.
Los cubatas desfilaron jubilosos en
total complicidad; tres y tres, celebrando el hedonístico ritual de nuestros
cuerpos. Bailamos sin parar; el sudor amenazaba con brotar y yo…, me quise
refugiar en la frescura de su huerto.
—¡No debemos esperar! —Me dijo
enardecida.
—¿Estáis dispuesta a naufragar en la
olas de mi vida? —Inquirí mostrando arrojo.
Su respuesta —aunque silente— era
obvia. Tomó mi mano; saldé la nota, y nos fuimos del lugar hacia la choza. Un
camastro nos brindó con fiel mutismo, un espacio que nos puso en un altar; el
nido mismo…
Nos amamos tantas veces que perdí la
cuenta ¡Mentiría si dijese unas setenta! Pues ni un bravo semental aguanta
tanto.
No te olvido, ¡y te pienso entre
suspiros! ¿Me olvidaste? No lo sé; solo sé que tu recuerdo es el que insiste,
porque no me pude despedir cuando te fuiste, dejando huellas que jamás se
borrarán, en las arenas de una playa donde el mar, se pone triste.
Roberto Soria – Iñaki
Imagen pública
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