Camina entre el bullicio en dirección a la estación del metro.
Hoy, sus pensamientos han reñido muy temprano; los deberes de oficina son la
causa. Lo monótono del viaje es la evasiva; a su mente viene el gato que ha
dejado en casa, lo mismo que la taza del café que se ha bebido, lo que le hace
recordar que no ha colgado el post acostumbrado para invitar a sus amigos.
Sus bellos ojos —cual cámaras para filmar— hurgan en todas
direcciones; sonríe, escrutando a las personas que
viajan en el mismo tren que la traslada. Las desnuda; no de sus ajuares, sino
de la falsa moralidad que está de moda. «No sois una prejuiciosa», le reclama
su consciencia, mientras la falda que le ciñe la cintura entra en disputa, pues
no define con certeza si la tela es corta, o si las piernas que intenta
proteger son largas.
Su melena rubia —cual cascada de cordeles hechos oro— reta al
viento, mientras este solo quiere conquistar sus emociones porque sabe que el
amor aunque sin «H»…, es un pretexto; subterfugio que le sana las heridas del
pasado, aunque el borde de la cicatriz no se haya ido.
Las compuertas de sus lagrimales las mantiene bien cerradas; el
pequeño interruptor que abre el acceso está advertido… «¡Nada de llorar!
¡Jope…! Que la humedad me produce un malestar que me conduce hasta la sala del
hastío»; se aprecia esa leyenda en su memoria, mientras las neuronas danzan sin
parar, porque pronto dictarán los textos de una historia singular que sin
dudar, se debatirá entre el infierno y la utopía de la gloria.
Roberto
Soria – Iñaki
Para
ti, querida Aida Del Pozo
Aceves. Excelente mujer; gran escritora.
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