Un andar entre maleza; los hierbajos cada vez resultan más difíciles
de desbastar. Se reproducen como granos de arroz, venciendo —con su iniquidad—
la buena voluntad de la semilla que nutre a quienes buscan el camino de regreso
al huerto que atesora la felicidad que se quedó estancada.
Los pastores ya no cuidan del rebaño; las ovejas danzan entre
brincos híbridos, buscando traspasar la cerca. No entienden de fronteras, solo
saben que en el norte nace la "oportunidad"
que —aunque envuelta en hilos frágiles—, les ofrece la posibilidad de
sobrevivir un día más en esos lares.
Los perros ovejeros han mutado; sus instintos animales cobran
vida. Hoy asechan; tienen hambre. Es por eso que establecen una ruta al
matadero. Millares de corderos —aunque famélicos— servirán para medio saciar el
apetito que produce la ignorancia. La prueba es contundente; hunden sus
colmillos y sus garras en la piel sanguinolenta de sus víctimas.
—Haremos del sector tercermundista un vil recuerdo—; musitan los
enormes adoquines de la Casa Blanca, encargados de mantener inmaculado el
mármol pernicioso de la enorme finca.
Caravanas marchan como autómatas; el Continente Americano es
similar a un hormiguero; analogía testificada desde el cosmos, mientras la
vesania se alimenta de utopías.
Observo; a veces dudo de la resiliencia de mis ojos porque no
logran distinguir con claridad el rostro cruel del holocausto.
—¿Tan poca cosa somos los migrantes?—, pregunta que taladra mis
oídos; cuestionamiento que se gesta entre las filas de los miles que deambulan
como zombis, mientras sus manos entretejen ensueños quebradizos con aroma a
petricor de la parcela que se sabe ajena.
Las piernas del destino se hacen largas; las manecillas del
reloj se mimetizan; las hordas sueñan sin dormir mientras la noche avanza,
entendiendo que la luz del nuevo día..., la luz del nuevo día huele a esperanza.
Roberto Soria – Iñaki
Imagen pública
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