No era tiempo de reclamos; mirarla frente a
mí, sin ataduras, con el ego agonizando en el canasto de los años era más que
suficiente. —¡Te amo!— gritamos al unísono. Su traslúcido vestido me dejaba ver
esas estrías en su piel marchita. Y qué decir de mí, con la barba y el cabello
tan crecidos como los profetas evangélicos de nuestros viejos libros.
Qué ganas de abrazarnos, pero los estragos
del maldito virus lo impidieron. Después de unos instantes de silencio mutuo,
ella señaló hacia el horizonte; entendí el mensaje. Se trataba del inmenso mar
que se tragó las ganas de tenerla junto a mí; quizás para forjar un mundo
nuevo: En realidad no lo sé. Ella se tumbó en la arena, dejando que la brisa le
meciera los cabellos.
—¡Yo también te eché de menos! —grité
mientras la palma de mi diestra se alojaba entre los bordes de mi pecho.
—¡Ven, acércate! ¡Estamos solos! ¡Hagamos el
amor; lo merecemos!
No dije nada, tan solo encaminé mis pasos
hacia ella. El amor y la pasión ganaban la batalla, y sin importar las
consecuencias, nos fundimos en abrazos hasta derrocar el miedo. Nuestros sueños
se volvieron realidad, después de tantos años de esperar, para encender el
fuego.
By Roberto Soria
– Iñaki
Imagen pública
No hay comentarios:
Publicar un comentario