Ubicarse
ahí, en lo más alto de la misericordia para cuestionarle: «¿En verdad es justo
tanto sufrimiento?». Reclamo sustentado en la impotencia. Pero la misericordia
no responde, se mantiene firme, impávida, al igual que lo hacen quienes juegan
a los naipes. Su silencio es una daga, y en lo álgido de mi reproche suelto con
vehemencia un soliloquio…
Y pensar que
hace apenas unos cuantos meses, mi amigo José Luis, a pesar de la maldita
enfermedad que lo agobia, se veía entero. Sus ganas
de vivir eran palpables, en especial, porque deseaba conseguir la salud —por
demás deteriorada— de su querida madre. Un padecimiento que marcaba los
destinos de ambos.
Hace
tiempo que perdimos el contacto; no por falta de interés, sino por el quebranto
que llegó hasta su morada para sentenciar una condena cruenta y despiadada,
cuyo desenlace, ayer, me fue anunciado a través de una publicación acompañada
de una foto que me congeló la sangre:
«Mi
reducida tarifa me impide conectarme, y cada imagen supone un severo sacrificio
de datos; pero es una foto especial, y necesito decirle a mi madre desde aquí,
para que me escuche desde allí, que en este sofá nos hicimos nuestra última fotografía.
Ya en su día lo hice barruntando el desenlace. Se fue hace casi cuatro meses,
aunque murió cuando yo nací. Una foto especial en una noche igual de jodida que
todas las demás. Ella lo sabía. El de la imagen no soy yo, sino lo que queda de
mí, que es diferente. Nos leeremos. Quizá. Quizá… Solo quizá».
Después
de leer tan cruel mensaje y de mirar la foto, me tumbé sobre la cama. Las
palabras se negaban a salir. Por fin logré despabilarme, y en el punto máximo
de la meditación, nació el reproche que acongoja mis neuronas.
Querido
José Luis; mi maestro… Ante mis ojos eres un luchador incansable. Gracias por
tu valiosa amistad; por tus letras…, por tus clases.
Imagen
pública
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