lunes, 6 de abril de 2020

Cuando el sol se muere




Castigo inmerecido, cargando culpas en el bolso que se aferra a mi costado; la cicatriz que me dejó el descuido se ha cerrado, pero queda el borde, sentenciando la lección que calcinó el orgullo y destrozó mi dignidad en un instante de flaqueza.

Ni siquiera tengo claro aquel momento, solo sé que me perdí en el fango, espacio inmundo que se oculta entre las sombras cuando el sol se muere.

La condena era tangible; sufrir la pena y aceptar que la equivocación costó muy caro, mucho más que los malditos euros que gasté para ingresar en un submundo perturbado… Ahí, donde las telarañas sirven de refugio para los ensueños rosas y el jazmín dorado, custodiados por el unicornio azul que acompañaba mis desvelos cuando yo era niña; etapa donde la inocencia se ponía el pijama para dormitar junto conmigo… Eventos ya lejanos.

El temor a mi rechazo era gigante, igual que los dragones vomitando fuego; aleteando con fiereza las astillas del escarnio, semejantes a las púas que sangraron sin piedad la frente de mi Cristo; aquel que reclamé su ausencia cuando más necesité de su cobijo. El arrepentimiento a blasfemar me ha consolado.

El tiempo se ha encargado de clarificar mi mente; hoy, la búsqueda de la verdad me ha colocado en ese podio para resarcir el cruel quebranto… El análisis y reflexión me asisten, vislumbrando en fila a la autocrítica, quien va primero, delante de la aceptación que suplantó a la vil resignación que me endilgó la conmiseración de la estadística.

Perdono lo agravios; estoy sanando. No quiero que mi corazón se pudra por haberme equivocado. El viento sopla rumbo al norte; es tiempo de seguir andando. Dejaré mis huellas en la arena como recomendación para quien viene tras de mí…, por si quiere sujetar mi mano.

by Roberto Soria – Iñaki


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