sábado, 28 de marzo de 2020

Tres minutos de silencio




[…]  no era lo que me decía, sino cómo lo decía. Su voz, suave como terciopelo, se alojaba en mis oídos; hablaba su vehemencia, musitando entre sollozos el recuerdo de una infancia dolorosa, lo cual, le hacía perder el equilibrio emocional, tan frágil como el hilo que intentaba sujetar el último botón de su elegante blusa, adherida a lo cenceño de su tórax.

Me dijo que rondaba los cuarenta, pero si me hubiese dicho que cincuenta yo, le habría creído; lo marchito de su piel grisácea generaba un entredicho. Le resté importancia a las cuestiones de la edad; después de todo, qué más da si por mentir me dice treinta y cinco.

Tres minutos de silencio, mirándonos las caras a través de la pantalla. El mutismo se rompió con el sonido que produjo al descorchar el cava.

—¡Brindemos¡ —dijo mientras se servía un buen trago—; esta noche es especial… ¡A tomar por culo! ¡Haremos el amor en la distancia! Pero… ¡Shhh!; disculpa si al tocarme la entrepierna no percibes mis gemidos; los vecinos suelen escuchar tras de la puerta… Sabes que mi piso en alquiler es reducido  —susurró mientras mordía con suavidad el borde de la copa.

Lentamente deslizó su ropa, dejando al descubierto sus pequeños pechos; debo confesar que me lamí los labios. Mis dedos recorrieron el ordenador portátil, intentando traspasar esa barrera que impedía posar mi boca sobre el cuerpo aquel; escuálido, gélido…, amortajado. Me abracé al ordenador, y entre gritos irascibles alcancé a escuchar…

—¡Qué putada estáis diciendo, tío! ¡Ni ordenador, ni nada! ¡Os he dicho mil veces que era el vidrio de la caja…! ¡El ataúd, macho; era el ataúd! ¿Lo has comprendido? —dijo un hombre que vestía de blanco al interior del manicomio.

Roberto Soria – Iñaki
Imagen pública


No hay comentarios:

Publicar un comentario