[…] no
era lo que me decía, sino cómo lo decía. Su voz, suave como terciopelo, se alojaba
en mis oídos; hablaba su vehemencia, musitando entre sollozos el recuerdo de
una infancia dolorosa, lo cual, le hacía perder el equilibrio emocional, tan
frágil como el hilo que intentaba sujetar el último botón de su elegante blusa,
adherida a lo cenceño de su tórax.
Me dijo que rondaba los cuarenta, pero si me
hubiese dicho que cincuenta yo, le habría creído; lo marchito de su piel grisácea
generaba un entredicho. Le resté importancia a las cuestiones de la edad; después
de todo, qué más da si por mentir me dice treinta y cinco.
Tres minutos de silencio, mirándonos las
caras a través de la pantalla. El mutismo se rompió con el sonido que produjo
al descorchar el cava.
—¡Brindemos¡ —dijo mientras se servía un buen
trago—; esta noche es especial… ¡A tomar por culo! ¡Haremos el amor en la
distancia! Pero… ¡Shhh!; disculpa si al tocarme la entrepierna no percibes mis
gemidos; los vecinos suelen escuchar tras de la puerta… Sabes que mi piso en
alquiler es reducido —susurró mientras
mordía con suavidad el borde de la copa.
Lentamente deslizó su ropa, dejando al
descubierto sus pequeños pechos; debo confesar que me lamí los labios. Mis
dedos recorrieron el ordenador portátil, intentando traspasar esa barrera que
impedía posar mi boca sobre el cuerpo aquel; escuálido, gélido…, amortajado. Me
abracé al ordenador, y entre gritos irascibles alcancé a escuchar…
—¡Qué putada estáis diciendo, tío! ¡Ni
ordenador, ni nada! ¡Os he dicho mil veces que era el vidrio de la caja…! ¡El
ataúd, macho; era el ataúd! ¿Lo has comprendido? —dijo un hombre que vestía de
blanco al interior del manicomio.
Roberto Soria – Iñaki
Imagen pública
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