Caminante, con las sienes
escarchadas, de pensar un tanto reflexivo. Gesto adusto, y rodillas como mapas
por las tantas cicatrices a lo largo de su vida acumuladas.
Tarde
gélida, los recuerdos llegan a su mente. Entre sus dedos, un pitillo. El humo
que desprende pareciera dibujar en el aire una silueta de dimensiones perfectas.
Femenina, por supuesto. Bocanada siete, exhala, y al hacerlo mil suspiros diminutos
se entremezclan con el viento y éste, le devuelve en cortesía un par de silabas…,
el nombre de ella.
—¡Maldita
sea la distancia!—. Reclamo que se pierde al pronunciarlo. Una ráfaga de viento
le golpea en las mejillas. «Si tan sólo
te pudiera construir un arcoíris.» Pensamiento recurrente de aquel hombre
que sin duda, se confiesa enamorado.
—¡¿Por
qué la pusiste en mi camino?! Destino cruel y despiadado. Permite circundar su
pena para convertirla en polvo, ¡quiero revertir el mal que de su cuerpo se ha
adueñado!—. Soliloquio desgarrado, producto de la frustración recalcitrante que
se adhiere a su consciencia en una especie de burla que le hace comprender la
pequeñez de su existencia.
Se
pone en pie, para continuar su andar cual peregrino. Hunde sus manos en los
bolsillos de la chaqueta que con gran esfuerzo logra contener el frío. El parque
de la zona le susurra…, —bienvenido—. Y la banca de hierro pareciera ser que le
sonríe, —toma asiento —se auto dice.
La
contempla, es su rosa favorita. Se marchita, ni los rayos del sol surten su
efecto. Se oscurece. Es momento de mirar la luna, mensajera de sonetos. Cuarto menguante,
dile por favor a esa mujer, que yo quiero ser su amante.
©Roberto Soria – Iñaki
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