—¡Perdón!, os
ruego que me disculpe —no se inquiete, señorita, quizá la culpa ha sido mía por
no poder verle, pero…, dígame, ¿es usted habitante de este pueblo?—. La joven,
de tez tan blanca como los nardos se sintió avergonzada por haber golpeado al
invidente involuntariamente. —sí, lo soy. Pero…, oiga, ¿le apetecería tomar una
taza de café conmigo?
El hombre
aceptó. Se trataba de un tipo joven y alto. Entraron a la cafetería que se
encontraba apenas unos metros más adelante… —¡Espere!, permita que lo ayude—.
Se acomidió la mujer —entiendo muy bien de estas cosas, ¿sabe? Yo también fui
invidente—. El hombre levantó la cara en señal de sorpresa y aguzó el oído.
—¿Cómo ha dicho? —que fui ciega, producto de un accidente.
Mi novio y yo
regresábamos de una fiesta, él había bebido bastante. Veníamos escuchando
música a todo volumen, no nos percatamos que la luz roja en el semáforo se
había encendido.
Un enorme
camión cruzaba la avenida; todo sucedió en cuestión de segundos.
Cuando me
desperté no supe lo que había sucedido. Sentí morir al enterarme de que había
perdido la vista. Las fracturas en mis piernas eran lo de menos. ¡Y escuche lo
que le digo!, ya que eso no era poca cosa, ¿sabe porqué? Porque yo…, era
modelo.
Uso prótesis,
así acabaron mis sueños, y cada que lo recuerdo; maldigo. —Y… ¿Su novio? —él
murió en el accidente.
Hicieron
una pausa para beber el café. El hombre estaba muy pensativo. La mujer lo
miraba con detenimiento. «Debe ser bien
parecido. Si no fuera por esas gafas.» Su pensamiento fue interrumpido por
una pregunta extraña. —¿Podría tocarle la cara? —¡Perdón! —Disculpe, no ha sido
mi intención faltarle al respeto —no, no, no, si no lo he dicho por eso, tan
sólo me ha sorprendido. Ni siquiera nos hemos presentado. Por cierto, mi nombre
es Sofía —el mío es Josep —bien, Josep, adelante, podéis tocarme la cara.
La mujer
acercó su rostro a las manos de Josep. Él, más que tocarla parecía que dibujaba
cada rasgo de su cara. —Muchas gracias—. Pronunció Josep.
La mujer se
regreso a su asiento. —Hombre, pero si no ha sido nada —El rubio de sus cabellos
debe ser impresionante —¡Jolines!, ¿y cómo sabe usted que soy rubia? —es de
suponerse, sus rasgos son finos…, además, los invidentes desarrollamos un sexto
sentido. Lo lamento —¿a qué se refiere? —A lo del accidente; de verdad lo
siento —vale, tío, que no pasa nada. Después de todo soy mujer afortunada —¿Afortunada?
—Sí…, mis ojos. Un hombre desconocido decidió donar sus corneas. No pude
agradecerle.
Mi
familia me decía que se trataba de un enamorado anónimo «¡No lo recuerdas!, aquel que te mandaba flores al lugar en donde modelabas.»
Me decían. Y yo pues…, con tantos admiradores, la verdad no lo recuerdo. ¡Pero
bueno, macho, que te debes estar aburriendo!
Hablaron de
vanidades. Josep se ofreció a pagar la cuenta, pero Sofía no se lo permitió…
—Ha sido un placer conoceros —el placer es todo mío, Sofía.
Josep se
retiraba del lugar, tropezó con otra mujer. —¡Perdón! —dijo Josep disculpándose
por el incidente, pero la mujer no le respondió. Él, acostumbrado al silencio
indolente continuó con su camino… —¡Sofía! —¡Diana!, mujer, pensé que no
llegarías —más vale tarde que nunca, querida. Pero…, ¡mira pues, vaya que grata
sorpresa, guardado te lo tenías! —¿A qué te refieres, Sofía? —no finjas, me
refiero a lo de Josep —pero, ¿!cómo, lo conoces?! —¡Claro, mujer, es el hombre
que donó sus corneas!
Roberto Soria - Iñaki
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