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de la tarde, viajo en el transporte colectivo. A mi lado, mi hijo mayor quien
ese día me acompaña. El Mexibus cruza
la línea divisoria entre el estado de México y esa ciudad perdida llamada Chimalhuacán. Finalmente llegamos a
nuestro destino. Llueve, es una lluvia que nos envuelve mientras caminamos unos
500 metros hasta llegar a la casa en donde impartiré mis cursos.
Y allí está,
es doña Martha. Una señora de 83 años de edad. Cansada, muy trabajada por las
extensas jornadas laborales que ha realizado a lo largo de su vida. Nos mira,
sus ojos no pueden ocultar la felicidad que le produce nuestra presencia.
Sus labios
dejan ver apenas un par de dientes que asoman cuando dice… «¡Bienvenidos, pensé que no llegarían!». —Doña Martha, no exagere,
apenas son las 3:30 y el taller comienza hasta las 4:00— Le respondo
cortésmente.
Junto a ella,
Celerino. Un hombre maduro que no puede caminar. Mueve su silla de ruedas para
franquearme la entrada. Estrecho su mano, áspera, quizá por el constante
manoseo sobre las ruedas de su silla para que ésta avance.
Al escuchar
mi voz hace su aparición Olegario, un hombre joven que camina con gran dificultad.
Sus piernas no funcionan bien a causa de un accidente. Pero su sonrisa es
amplia, fraternal. Doña Luz se acerca para saludarme. Es una mujer muy
sencilla, en cierta forma tímida. También forma parte del grupo que pretendo
preparar para enfrentar la vida.
Gradualmente
van llegando los demás asistentes. En su mayoría no saben leer ni escribir.
—Papá, yo les ayudo con el llenado de sus cuadernillos— me dice mi hijo. Un
acto de solidaridad, o como yo le llamo, vocación de servicio. No necesito
decir más nada, mi hijo conoce mi lenguaje a través de la mirada.
Doy inicio.
Intercambio con el grupo algunas de mis experiencias, me miran atentos, me escuchan…
—¡necesitamos de apoyos financieros, cierto!, pero si nadie nos ayuda no claudicaremos.
Les voy a demostrar que cada uno de ustedes tiene talentos escondidos,
habilidades dormidas que se mantienen a la espera de ser despertadas para emprender
un negocio— les digo mientras que mi mirada escruta los rostros de cada uno en
un intento por adivinar lo que ellos callan.
La confianza
hace acto de presencia. Ezequiel y Margarita, su esposa, rompen el silencio. Me
dejan ver a través de sus palabras lo crudo de su realidad. Mi corazón se
estruja. La mayoría agacha la cabeza, como en señal de respeto.
Mi mente
revoluciona para dar salida de mi boca a una serie de opciones que pueden
llevar a cabo para sobrevivir. Sus miradas brillan. La esperanza por encontrar
una salida que desahogue sus presiones económicas palpita. Doña Martha toma la
palabra… —Yo vendí verduras muchos años, hasta que una enfermedad me llevó a
perder lo que tenía. Ahora vendo hilos y listones. La vendimia no siempre es
buena, pero no me rindo porque necesito comer. Además, tengo dos hijas; una es
diabética y la otra no está bien de la cabeza. No pueden valerse por sí mismas.
Es cierto que no sé leer ni escribir, pero si tú me explicas como mejorar en mi
negocio, aprenderé.
Respiro
profundo, intentando que mis emociones no se muestren quebradizas. —¡Nadie nos
ayuda, y los que se acercan sólo vienen a quitarnos el dinero que con enorme
sacrificio nos ganamos!— refiere con cierto enfado otro de los asistentes.
—¡Coincido
con el compañero! A mí me han dicho que incluso los despojan de sus casas— hace
eco doña Guadalupe. Mi voz por un momento se apaga. «Debo encontrar la forma de convencerlos de que todo lo que dicen no es
mi caso.» Lo intento.
Finalmente me
asisten las palabras. Mis dinámicas y el material didáctico se convierten en
mis cómplices. Los asistentes confían, sonríen, se entusiasman. Hacemos bromas,
me esfuerzo al máximo posible para que entiendan que lo único que busco es su
bienestar.
Termina el
curso, 4 horas de desgaste intelectual y emocional que tienen su recompensa…,
la solidaridad.
Nos
despedimos del grupo. La lluvia no ha cesado. Mi hijo y yo entramos a la estación
del Mexibus para emprender el
regreso. Un señor se nos acerca —les recomiendo que tomen otra ruta, el carril
está cerrando a causa de un accidente. Un motociclista se mató más adelante— él
no espera por una contestación, se marcha para continuar anunciando la noticia
entre los demás pasajeros.
Mi hijo y yo
nos hacemos múltiples cuestionamientos, no sólo por el evento, sino también sobre
lo lamentable de la zona. Un lugar tan olvidado.
Algo pasa, el
Mexibus hace parada y lo abordamos.
Dos estaciones más adelante la unidad disminuye considerablemente la velocidad.
Sobre la plancha de concreto hidráulico yace un cuerpo sin vida junto a una
motoneta. La frazada que lo cubre se mira con manchas de sangre, mucha sangre
diluida por la lluvia. Una ambulancia y una patrulla custodian el cadáver.
Avanzamos.
Al día
siguiente mi hijo me busca para mostrarme la noticia de los diarios…, 2
jóvenes, uno de 14 y otro de 16 años mueren atropellados. Escapaban en su motoneta
a toda velocidad. Habían cometido un asalto pero en su loca carrera, un auto
les quitó la vida.
Regreso a Chimalhuacán para seguir con mis clases,
convencido de continuar, y necio por transformar en fabricantes de sueños, a
futuros comerciantes.
Roberto Soria - Iñaki
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